La escritora Malika Mokeddem
nació en 1949 en Kenadsa, un pueblo situado en el desierto de Argelia, en el
seno de una familia de nómadas. En el fragmento que aquí extraigo de su novela
“Sueños y asesinos” [Traducción de Ángeles García. Círculo de Lectores. 1998,
págs. 84-5], Mokeddem trata de desbrozar la compleja dualidad que parece albergarse dentro de los inabarcables límites de la inmensidad: el desierto y el mar, el
sofoco y el frescor, el miedo y la fascinación, el encierro y la evasión, la
contemplación y la evocación. En el encantamiento que produce la poética prosa
de la autora argelina la proximidad del antes evocado mar y el recuerdo del otrora
omnipresente desierto se funden y confunden armoniosamente en un inmenso y
luminoso símbolo de libertad:
“El mar no tiene ni una arruga.
El reflejo de la luna se despereza blandamente sobre el agua. Necesito el mar.
Desde siempre su mera evocación era como una bocanada de aire durante mis largos sofocos en el
desierto. Su contemplación me devuelve al desierto. El desierto me encerraba en
sus inmensidades. En su eternidad. Mis ojos allí se despavorían de desolación
hacia lo sublime. Lente implacable del cielo. Hoguera de los días. Éxtasis de
la luz. Dogma del silencio. Miedo y fascinación en el límite de lo soportable.
Pensar en el mar me liberaba de su hipnosis, hacía rodar, se llevaba mis
pensamientos, acunaba mi ensoñación. Sentía entonces en mí una respiración
ligera, una oscilación de duda, como efusiones lejanas, llamadas a la evasión.
Mar y desierto, en ellos me pierdo. Los fundo y confundo en una misma imagen,
la herida luminosa de mi libertad”.