BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

Una mirada personal al universo de la música, el cine, los libros, el arte y la cultura en general.


Interquerencias:

La música, el cine, el libro, el arte tienden de manera natural el uno al otro. Yo tiendo de manera natural hacia ellos o, ¿quién sabe?, quizá sean ellos los que tienden hacia mí. Dedico mi blog en especial a todos los "interquerentes" que por el mundo son.

Marilyn Monroe lee "Ulysses" de James Joyce

James Dean escoge un disco para escuchar

La calle Concepción de Huelva con una cartelera de la película "Lanza Rota" de Edward Dmytryk, circa 1955

Welcome to my World [ Canción de Jim Reeves]

Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura..., como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida.

[Juan Rulfo. Pedro Páramo]

En el lenguaje el hombre existe en su hoy, se vive; se siente vivo en su pasado, hacia atrás, se retrovive; y, más aún, se juega su carta hacia el futuro, aspira a perdurar; se sobrevive.

[Pedro Salinas. Defensa del Lenguaje]

Desperté ya entrada la noche. Abajo, Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores brillaba tenuamente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada, su lente circundada por el latón delicadamente trabajado y su soporte para los rollos de película. Tomé una decisión rápida, desperté a mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los dos. El cinematógrafo era mío.

[Ingmar Bergman. Linterna Mágica: Memorias]

Larry (suspira): Oye, quedamos en que si yo iba la semana que viene a la ópera de Wagner tú verías todo el partido de hockey sin rechistar.
Carol: Sí, cariño, ya lo sé. Te lo prometí.
Larry: Yo ya me he comprado los tapones.
Carol: Sí. Pues con la vista que tienes dudo que veas el disco.

[Woody Allen. Misterioso Asesinato en Manhattan. Diálogo entre Woody Allen y Diane Keaton]

Ethan: What you saw wasn't Lucy.
Brad: But it was, I tell you!
Ethan: What you saw was a buck wearin' Lucy's dress. I found Lucy back in the canyon. Wrapped her in my coat, buried her with my own hands. I thought it best to keep it from ya.
Brad: Did they...? Was she...?
Ethan: What do you want me to do? Draw you a picture? Spell it out? Don't ever ask me! As long as you live, don't ever ask me more.

[John Ford. Centauros del desierto. Diálogo entre John Wayne y Harry Carey Jr]

Lady sings the blues
She tells her side
Nothing to hide
Now the world will know
Just what the blues is all about

[Billie Holiday. Lady Sings the Blues]

Si la vida fuese justa, Elvis estaría vivo y todos sus imitadores estarían muertos.

[Johnny Carson]


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miércoles, 28 de abril de 2010

CELULOIDE DE ARENA Y NIEVE






DUST OF SNOW

The way a crow
Shook down on me
The dust of snow
From a hemlock tree

Has given my heart
A change of mood
And saved some part
Of a day I had rued.

[Robert Frost, 1923]


POLVO DE NIEVE

El modo en que un cuervo
Sacudió sobre mí
El polvo de nieve
De un abeto

Ha traído a mi corazón
Un sentimiento nuevo
Y ha rescatado parte
De un día que ya lamentaba.

[Mi traducción]


Desde siempre la nieve ha ejercido en mí una irresistible atracción, tanto en el mundo real como en los mundos imaginados por la creación artística. La lectura de este sencillo (poesía a contracorriente, sin adjetivos) pero precioso poema del norteamericano Robert Frost activa instantáneamente en mi memoria sentimental idénticas sensaciones a las que experimenté en primera persona, y creí reconocer también en cuantos aquellos estaban a mi alrededor, la primera y única vez que he visto nevar de verdad. Era en un Dublín invernal, durante el “tea break” de una larga jornada de clases en la universidad. Mientras trataba de abstraerme, en la medida de lo posible, de las anodinas y rutinarias conversaciones de rigor del momento mirando cómo la metódica lluvia caía con machadiana monotonía tras los cristales, sucedió algo imprevisto, diríase que mágico: las gotas de lluvia ralentizaron progresivamente su cadencia tornándose en frágiles copos de nieve, que se asemejaban a sedosas plumas de exótica ave o delicados pétalos de rara flor. ¡Estaba nevando!. Como tocado por el cuervo de Frost (hagámosle sitio al lado del de Poe), un día cualquiera, más bien monótono y melancólico, se transformó en una gloriosa celebración; para mí y para todos los demás, puesto que una suerte de locura colectiva pareció apoderarse de cuantos en el campus éramos, las reglas sociales quedaron momentáneamente en suspenso y nos enzarzamos en un rítmico y febril tirar y esquivar compactas y pesadas bolas de nieve. Creo que en ese momento vivíamos algo sorprendentemente parecido a lo sucedido a la humilde familia Parondi, del sur de Italia, emigrada a Milán tras la muerte del padre en la maravillosa “Rocco y sus hermanos” (“Rocco e i suoi fratelli”, 1960) de Luchino Visconti. También un día como cualquier otro la nieve se cruza mágicamente en sus vidas: en medio de la noche, mientras el resto de la familia duerme hacinada en un pequeño semisótano (escenario este que me conduce directamente a aquél donde se desarrolla la acción principal de “El tragaluz”, obra teatral de Antonio Buero Vallejo), Vincenzo/Spiros Focás contempla alborozado a través de la ventana la caída de los primeros copos de nieve. Exultante, se apresura a despertar a sus hermanos, que estallan de júbilo: “Está nevando. Hoy hay trabajo para todos". Junto con otros desfavorecidos por la fortuna, serán contratados por el consistorio milanés para integrar las cuadrillas que habrán de retirar la copiosa nieve caída sobre las calles antes de que la ciudad despierte del descanso nocturno. La viuda Rosaria/Katina Paxinou, una verdadera “mamma” italiana, queda extasiada por la visión del gélido elemento: “¡La nieve, y cómo nieva, parecen flores”. La escena, fantástica ya de por sí, adquiere los visos de un auténtico cuento de hadas por el efecto de la sugerente y onírica música de Nino Rota, en esta exquisita muestra de “neorrealismo mágico” que nos brinda Visconti.


Snow! Until I could read myself, Sook read me many stories, and it seemed a lot of snow was in almost all of them. Drifting, dazzling fairytale flakes. It was something I dreamed about; something magical and mysterious that I wanted to see and feel and touch.

[ Truman Capote “One Christmas”, 1982]


¡Nieve! Mientras que no pude hacerlo por mí mismo, Sook me leyó muchas historias, y daba la sensación de que en casi todas había mucha nieve: resplandecientes copos de ensueño deslizándose por el aire. Formaba parte de mis sueños, algo mágico y misterioso que deseaba ver, sentir, tocar.

[Mi traducción]


Como Capote en este entrañable relato de tintes autobiográficos, yo también tengo la sensación de que en muchas de las películas que han conseguido dejar huella en mí hay nieve, mucha nieve, nieve de celuloide que forma parte ya de mis más íntimos y preciados sueños de cinéfilo. A veces se trata de un elemento funcional del filme: un recurso narrativo dentro de la historia o realmente un personaje más de la misma; en otras ocasiones, es un componente esencialmente visual, estético, capaz de elevar una escena concreta a altísimas cotas de valía artística, como sucedía en la escena de “Rocco y sus hermanos” que comenté con anterioridad o, por ejemplo, en, para mí, una de las más brillantes escenas de la original fábula de costumbres “Eduardo Manostijeras” (“Edward Scissorhands”, 1990) de Tim Burton: Eduardo provoca una espectacular nevada al esculpir el hielo con sus manostijeras, bajo la cual danza grácilmente (cual Ofelia hamletiana resucitada bajo las aguas del río) una cautivadora Kim/Winona Ryder.

Son valores todos estos que reconozco perfectamente dentro de una de mis películas de referencia de uno de mis cineastas de referencia: “Centauros del desierto” (“The Searchers”, 1956) de John Ford. Hace tiempo que perdí toda esperanza de poder recontar mis innumerables visionados de la misma (primero fue la televisión, después el VHS, el DVD en un disco, el DVD en dos discos, ¡son las cosas de ser un fordiano irredento!). En una película claramente dominada por los tonos rojizos y anaranjados de la tierra arcillosa y las arenas del fabuloso Monument Valley (ese sobrenatural plató natural, a medio camino entre Utah y Arizona, indisolublemente unido a la figura de Ford), la nieve hace sin embargo dos portentosas apariciones.

Un magistral fundido encadenado del director traslada a los dos protagonistas de la historia -el veterano de la guerra civil Ethan Edwards/John Wayne (monumental, como el valle, la interpretación de Wayne, cuyo personaje no podría concebir en modo alguno en la representación corpórea de ningún otro actor) y su sobrino mestizo Martin Pawley/Jeffrey Hunter -a la grupa de sus caballos, desde una llanura rojiza de desértica arena hasta un inmenso y abierto paisaje nevado. Mediante la introducción de la nieve en la película, Ford opera un cambio fundamental en la historia, tanto cuantitativa como cualitativamente hablando. Por un lado, se produce un avance cuantitativo en la narración, puesto que el paso de un escenario casi desértico a otro nevado, decididamente invernal, es prueba inequívoca del discurrir indeterminado del tiempo, de la evidente prolongación de la búsqueda, por parte de los protagonistas, de los comanches que asesinaron a varios miembros de su familia y tienen todavía en su poder a la sobrina menor de Ethan, Debbie/Natalie Wood. El recurso a la narración visual por parte de Ford parece especialmente acertado, ya que en la psique del espectador, conmocionado aún por la tragedia acaecida a los Edwards y plenamente identificado con los dos hombres entregados a una empresa peligrosa y desesperada, el tiempo parece pasar con inusitada lentitud.

De la escena que acabo de describir pasamos inmediatamente a otra de las centrales de la película. Los dos protagonistas, que cansados y algo desmoralizados han optado por volver a casa temporalmente para tratar de reponer fuerzas, conversan montados en sus caballos bajo una intensa nevada. Ethan pronuncia entonces unas palabras que parecen adquirir resonancias casi bíblicas: “Nosotros no descansaremos (…) te lo prometo, la encontraremos, tan cierto como la Tierra da vueltas”. El cambio cualitativo que las palabras nacidas bajo la nieve traen a la historia es evidente: la búsqueda inicial, espontánea, como reacción inmediata a los horribles asesinatos se transforma aquí en empresa mítica, en búsqueda premeditada, incansable, obsesiva, al tiempo que el propio Ethan se transfigura en un auténtico Ulises tejano, embarcado en su propia Odisea. Al igual que el héroe clásico, Ethan se enfrentará a los peligros de un entorno natural hostil y díriase que hechizado, en eterna alianza con los comanches (de hecho, ya ha empezado a luchar contra un nuevo antagonista en la historia: la abundante y persistente nieve, en la que ha perdido el rastro de los secuestradores de Debbie), y llevará a cabo su propio descenso a los infiernos.

Precisamente es a un Ethan ya descendido a los infiernos al que vemos en la otra gran irrupción de la nieve en “Centauros del desierto”. El protagonista, en un arrebato de locura, dispara indiscriminadamente contra una inmensa manada de bisontes que tratan de procurarse algo de alimento en una nevada pradera, y lo hace para que no puedan servir de alimento a los comanches durante la estación invernal. Su sobrino Martin trata en vano de convencerle de lo inútil de sus esfuerzos. Emerge aquí la descomunal figura del cineasta autor y artista, la personalísima y poética mirada de Ford sobre un paisaje, una historia y unos personajes por los que sentía auténtica devoción: la poderosa estampida de los bisontes asustados por los disparos sobre la llanura helada, el febril paso, al ritmo de la música, de los soldados de Caballería sobre las cristalinas aguas de un río que inicia su deshielo, la desoladora estampa del campamento comanche arrasado por los soldados –fuego y muerte sobre la nieve.

Desde la primera vez que vi “Centauros del desierto” quedó fijada en mi retina la poderosa y sugerente imagen de la nieve en el filme, quizá debido en buena manera a su telúrico y acusado contraste con el rojo de la tierra arcillosa y el ámbar de la casi desértica arena que sirve de escenario a la mayor parte de la historia. Como antes debió de hacerlo también en la retina cinéfila de George Lucas, admirador confeso de John Ford, y de sus colaboradores, quienes parecen querer rendir merecido homenaje al maestro en “La guerra de las galaxias” (“Star Wars”, 1977): la escena donde, rodeado de inmensos arenales, Luke Skywalker contempla con desolación la vivienda en llamas en la que, durante su ausencia, sus tíos han sido asesinados por las tropas imperiales replica fielmente en la composición de sus elementos aquella de “Centauros del desierto” donde Ethan Edwards regresa para hallar muerto a su hermano, junto con su esposa e hijo varón, entre los todavía humeantes restos de su solitaria casa en la desértica llanura. A su vez, el espectacular escenario nevado sobre el que se desarrolla la gran batalla en la base rebelde del planeta de hielo Hoth en “El imperio contraataca” (“The Empire Strikes Back”, 1980) queda también indisolublemente unido en el recuerdo del espectador a las anaranjadas arenas del desierto tunecino que en gran medida dominaban visualmente la primera entrega de la mítica saga de westerns galácticos. Celuloide de arena y nieve.


Reportaje sobre “Rocco y sus hermanos” (Luchino Visconti, 1960) en el programa de la 2 de TVE "Días de Cine"




“Eduardo Manostijeras” (Tim Burton, 1990): Escena de la danza bajo la nieve




“Centauros del desierto” (John Ford, 1956): Trailer con escenas de arena y de nieve




“La guerra de las galaxias” (1977, George Lucas): Fragmento que incluye al final la escena en la que Luke Skywalker descubre el asesinato de sus tíos




Fragmento de la versión televisiva de 1966 de la historia corta de Truman Capote “A Christmas Memory”, narrada por el propio escritor

martes, 20 de abril de 2010

TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A SHOSTAKOVICH



Me imagino que la sensación que describiré a continuación es una que con total seguridad habréis experimentado en vuestras vidas, y no precisamente en pocas ocasiones: te interesas circunstancialmente por un músico, cineasta o escritor- o bien en concreto por alguna de sus producciones- y de repente se genera de manera inexplicable un poderoso magnetismo que parece querer adherirte al mismo de manera irremediable.

Es esto exactamente lo que ha tenido en suerte acaecerme en fechas recientes con Dmitri Shostakovich, a quien el profesor Wilfrid Meyers, en su espléndida historia de la música culta en cuatro volúmenes Man and his Music, presenta en estos términos: “the most talented composer the Soviet Union has yet produced – perhaps her only composer of indubitable genius” [“el compositor con más talento que haya dado la Unión Soviética, quizá su único compositor verdaderamente genial”].

Bueno, va siendo hora de que pongamos el imán a trabajar. Una tarde lluviosa del pasado marzo tuve la oportunidad de escuchar un interesante programa en Radio Clásica de RNE que ofrecía al oyente una selección de algunas de las bandas sonoras más destacadas compuestas por Shostakovich para el cine ruso (faceta esta del músico obviada con demasiada frecuencia en las revisiones críticas de su producción artística, a pesar de sus 36 bandas sonoras compuestas): aún permanece en mi memoria la huella sonora de vigorosas exaltaciones orquestales de diversos episodios de la Rusia revolucionaria.

Algún tiempo después, durante una de mis frecuentes raffias por la sección de discos y películas de las grandes superficies, me topé con un CD de Shostakovich que despertó mi curiosidad, Jazz Suites, a cargo de la Orquesta Sinfónica Nacional de Ucrania. El disco incluía la “Jazz Suite no. 1” y la “Suite for Variety Orchestra no. 1” (o “Jazz Suite no. 2”), atractivas piezas clásicas que juegan con las formas y tendencias del jazz primitivo de las décadas de los 20 y 30, en especial sus formas de baile como, por ejemplo, el foxtrot. Las “Suites” en cuestión representan los intentos por parte de Shostakovich de integrar el emergente y atrayente jazz en un formato musical más serio. Estos devaneos con la música de occidente, o con la “decadencia burguesa occidental” (“this siding with Western bourgeois decadence”, como aparece expresado en las notas del CD) le acarrearon a Shostakovich problemas con las autoridades políticas de su país, que no serían los últimos. El CD ilustra a la perfección una constante de la obra de Shostakovich - su interés tanto por las formas musicales occidentales como por el folklore de su propio país – al complementar las referidas “Jazz Suites” con “Overture on Russian and Kirguiz Themes” y “Novorossijsk Chimes”. Esta última composición, un himno a la ciudad portuaria de Novorossijsk, en el Mar Negro, que data de 1960, incluye material ya compuesto por Shostakovich en 1943 para una competición musical en busca de un nuevo himno para la Unión Soviética. El delicado y entrañable comienzo de la composición revela la intención del músico de que sus notas sonasen en las campanadas de un famoso reloj de la ciudad del sur de Rusia, cosa que ha venido sucediendo regularmente desde aquel año 1960.

Más tarde, encontrándome todavía dentro del influjo del campo magnético, fui a dar con un CD del sello “Columna Música”, que se especializa en la recuperación del patrimonio musical catalán y español en general, así como en la promoción de nuevos valores de la composición e interpretación. Precisamente de un prometedor grupo de cámara, el LOM Piano Trio (piano, violín y violonchelo) es el disco del que me dispongo a hablar. Lógicamente, como cabía esperar, el trío interpreta material de, ¡oh sorpresa!, Shostakovich, en concreto, música de cámara (Songs and Piano Trios), la cual constituyó, según el libreto del CD, “el refugio perfecto para la expresión más íntima de la personalidad de Shostakovich, ya que el compositor no podía esconderse tras una orquesta”. Una pieza en concreto me ha cautivado profundamente: el trío para piano, violín y chelo, más voz soprano, denominado “Siete poemas de Alexander Blok, op.127”. Acompaña aquí al trío la soprano de Corea del Sur, pero afincada en Europa, Young-Hee Kim. La obra se compone de las traslaciones musicales que Shostakovich hizo, por encargo del violonchelista Rostropovich y ya en etapa tardía, de siete poemas de la primera etapa compositiva del principal representante del simbolismo poético en Rusia, Alexander Blok. No resulta de extrañar este maridaje entre Shostakovich y Blok: por un lado, los expertos señalan precisamente la musicalidad como el rasgo más destacado del verso de Blok; por otro, encontramos en el poeta una constante a la que ya me refería antes en relación a Shostakovich: la combinación de influencias occidentales, en concreto del simbolismo francés, con las formas y temas propios del alma rusa, muy en particular, en el caso de Blok, de elementos místico-religiosos de la religión ortodoxa autóctona. De los siete poemas, me ha gustado especialmente el segundo, llamado “Tormenta”, donde en el propio tema se deja ver la influencia que sobre Blok ejercía aún el romanticismo del período anterior, en especial la figura central de Pushkin. Me dejé llevar por la música y visualicé con nitidez prístina a la soprano entonando majestuosamente los versos de Blok entre la tormenta, entre el poderoso trueno y la lluvia que comienza a caer rítmicamente y poco a poco arrecia con fuerza a través del pulso enérgico de Daniel Ligorio sobre las teclas del piano, para después ir decreciendo paulatinamente en su intensidad hasta cesar.

Ya cuando el misterioso efecto magnético daba evidentes muestras de agotamiento se produjo otro acontecimiento inesperado: llegaron a mis manos dos películas que hacía largo tiempo que ansiaba conseguir – las dos famosas adaptaciones cinematográficas de Shakespeare, “Hamlet” y “El Rey Lear”, del reconocido director ruso Grigori Kozintsev (llegaron al increíble precio conjunto de 7’95 euros en un pack de DVD que incluía “una bolsa de palomitas”, ¡entonemos con Cicerón un “o tempora, o mores “ [“oh tiempos, oh costumbres”] ). ¿Quién compuso la banda sonora de ambos filmes?. Sí, habéis acertado, Shostakovich.

“Hamlet” (1964), tenida por la crítica internacional como una de las mejores adaptaciones cinematográficas de Shakespeare de todos los tiempos, tuvo su génesis en el deseo por parte de las autoridades soviéticas de conmemorar con grandeza el cuarto centenario del nacimiento del dramaturgo inglés, para lo que no dudaron en tirar la casa por la ventana, tanto en el terreno económico como en el artístico. Kozintsev, quien había filmado en el año 1957 “Don Quijote”, una muy personal aproximación a la obra cumbre de Cervantes, se basó para su “Hamlet” ( y también posteriormente para “El Rey Lear”) en la traducción al ruso realizada por Boris Pasternak, el aclamado autor de “Doctor Zhivago”. Para la banda sonora recurrió a su viejo amigo y colaborador Shostakovich, con quien ya había trabajado allá por el año 1929 en el filme “La Nueva Babilonia”. “Hamlet” destaca por su enorme belleza plástica y por la utilización de una espectacular fotografía en blanco y negro que, en conjunción con la estilización de los paisajes – áridos, cuasi lunares- seleccionados por Kozintsev para ubicar muchas de las escenas de la película, acentúa el devenir psicológico de los personajes, muy en particular del protagonista, durante el desarrollo de la trama. La música compuesta por Shostakovich se funde armoniosamente con las imágenes rodadas por Kozintsev, dando lugar a escenas memorables, como la aparición del fantasma del padre de Hamlet en el castillo o la sobrecogedora y poética muerte de Ofelia en el río (incluyo ambas más abajo). En “El Rey Lear” (1970) se dan cita de nuevo muchos de los elementos que ya aparecían en “Hamlet”, aunque en líneas generales el director se muestra más sombrío y pesimista y el músico más grave y oscuro. La sensación de final del viaje para ambos es inevitable, puesto que ésta fue la última película que dirigió Kozintsev, que falleció en 1973, así como la última banda sonora de Shostakovich, que murió en 1975.


D. Shostakovich : Jazz Suite No. 1 [ Foxtrop ]




D. Shostakovich : Novorossijsk Chimes




D. Shostakovich : Seven Poems by Alexander Blok [ Storm ]




G. Kozintsev: Escenas de “Hamlet” (1964), incluida la aparición del fantasma del padre, con música de D. Shostakovich




G. Kozintsev: Muerte de Ofelia en “Hamlet” (1964), con música de D. Shostakovich






sábado, 17 de abril de 2010

IN THAT BRIGHT LAND WHERE WE'LL NEVER GROW OLD

Durante el período de rebajas del pasado mes de enero, conseguí hacerme con la más reciente reedición en cuatro CDs de la práctica totalidad de la producción de música religiosa de Elvis Presley, I Believe. The Gospel Masters. Al poseer ya la mayoría del material, me atraía sobre todo el hecho de que las grabaciones originales se hubiesen remasterizado empleando la más reciente tecnología DSD (Direct Stream Digital) y, sin duda, la óptima calidad de sonido de la que he podido disfrutar ha cubierto con creces mis expectativas.

De todo el ingente legado musical de Elvis, su música gospel ocupa ciertamente un lugar privilegiado entre mis preferencias. De hecho, siempre he pensado que la excelencia como vocalista de Elvis proviene precisamente de las enormes dosis de pericia vocal, emoción, sinceridad y espiritualidad que su profundo y amplísimo conocimiento del género gospel le permitió insuflar a sus grabaciones seculares. En este sentido, es muy reveladora una rueda de prensa que concedió en Canadá allá por el año 1957. Me imagino que influido por la reciente visión, en el famoso programa de televisión de cobertura nacional The Ed Sullivan Show, de una excelente interpretación en directo y casi a capella por Elvis del clásico Peace in the Valley, arropado por el cuarteto de gospel The Jordanaires, un periodista le preguntó que si le gustaría poder llegar a grabar un disco completo de gospel y que, en el caso de hacerlo, quizá podría incluir en él “algunas canciones religiosas que conociese”. A esto le respondió Elvis, dejando muy claro que la selección de tan sólo diez o doce temas para el disco no iba a ser precisamente tarea fácil, lo siguiente: “Conozco prácticamente todas las canciones religiosas que se han escrito”.

Escuchando los cuatro CDs a los que me refería al principio, he tenido la oportunidad de redescubrir en el primero una pieza que me parece una auténtica joya, Mansion over the Hilltop, compuesta en 1949 por Ira F. Stanphill, uno de los grandes nombres del Southern Gospel, esa maravillosa plasmación musical de la religiosidad popular de los blancos del sur de los Estados Unidos. Elvis grabó este tema en los estudios de la RCA en Nashville el 30 de octubre de 1960, para su primer larga duración dedicado por completo a la música religiosa, His hand in mine, y lo hizo como homenaje personal a The Blackwood Brothers, famoso cuarteto de gospel que solía incluir esta canción en su repertorio habitual, y al que muchas veces escuchó Elvis cantar en las largas veladas de música religiosa a las que asistía durante su adolescencia, y habitualmente en compañía de su padres, en el Ellis Auditorium del centro de Memphis, su ciudad de residencia.

La canción, de muy simple armazón musical, me parece sin embargo conmovedora en su profunda espiritualidad. Mientras escuchaba la sentida, exquisita y sincera interpretación de Elvis (Gordon Stoker, primer tenor de The Jordanaires, que hacen los coros en este tema, nos aporta un comentario de primera mano profundamente esclarecedor: “Creo que Elvis creía en todas y cada una de las palabras de la letra de las canciones religiosas que interpretaba”), la acción combinada del poder evocador de la música y de los inextricables vericuetos por los que puede llegar a transitar la mente humana tuvo en mí un curioso y sorprendente efecto (quizá parecido al del protagonista del poema Kubla Khan de Coleridge, en su anhelo de edificar en el cielo la cúpula del placer de Xanadú inspirado por la memoria de la canción de la doncella abisinia). Me sentí exactamente como si caminase al borde del desfallecimiento, bajo una intensa nevada, junto al actor británico Ronald Colman (atesoro en mi memoria cinéfila su descomunal despliegue interpretativo en la magnífica película de George Cukor de 1947 “Doble vida” / A Double Life) y el resto de sus compañeros de expedición por las escarpadas laderas y estrechos desfiladeros de las montañas de Kunlun, en el Himalaya, hacia la ciudad mítica de Shangri-La.

Hacía unos meses que, después de muchos años, había vuelto a ver en DVD la entrañable utopía fílmica de Frank Capra, del año 1937, “Horizontes Perdidos” (Lost Horizon). Y había tenido la oportunidad de comprobar que el fabuloso edén tibetano levantado por la cámara de Capra seguía ejerciendo sobre mí la misma poderosa fascinación que la primera vez que vi la película en mi niñez. La voz de Elvis me transportó a Shangri-La:

I’ve got a mansion just over the hilltop
In that bright land where we'll never grow old
And some day yonder we will never more wander

But walk on streets that are purest gold
Don't think me poor or deserted or lonely
I'm not discouraged I’m heaven bound
I'm but a pilgrim in search of the city

[Tengo una mansión justo sobre la cima de la montaña,

en esa tierra soleada donde nunca envejeceremos,

y algún día ya no deambularemos más por acá o por allá,

sino que caminaremos por calles de oro puro.

No creas que soy pobre, solitario o estoy desamparado,

no me puede el desánimo, voy rumbo al cielo,

sólo soy un peregrino en pos de la ciudad.]

Aunque lógicamente Mansion over the Hilltop describe el cielo del cristianismo, en mi mente se abrió un inmenso ventanal a Shambhala, el mítico y fabuloso reino del budismo recreado como Shangri-La por Capra, puesto que los puntos en común eran demasiado poderosos: ciudad en lo alto de las montañas, permanente clima soleado (es curiosa la manera en la que, en el filme, los expedicionarios perdidos pasan en cuestión de minutos de una intempestiva tormenta de nieve a un sol radiante), el recurrente mito de la eterna juventud (me resulta especialmente emocionante oir la línea que da nombre a esta entrada en la voz de un Elvis eternizado en sus 25 años por la magia de la música), las riquezas por doquier (el estafador Henry Barnard, interpretado por el siempre genial Thomas Mitchell, decide renunciar a abandonar Shangri-La cegado por la codicia que en él despiertan las minas de oro que parecen esconderse bajo las laderas de sus montañas), el peregrino que no desmaya en su esfuerzo y encuentra al final la recompensa de la ciudad mítica, a pesar de todos los peligros y adversidades.

Creo que como Robert Conway, el personaje protagonista de Colman en “Horizontes Perdidos”, retornaré de nuevo a Shangri-La, pero siempre guiado a través de los angostos desfiladeros por la voz de Elvis susurrándome al oído las preciosas y cautivadoras notas de Mansion over the Hilltop.



Elvis Presley: Mansion over the hilltop





“Horizontes Perdidos” (1937) de Frank Capra: Llegada a Shangri-La




“Horizontes Perdidos” (1937) de Frank Capra: Banda sonora de Dimitri Tiomkin

Frank Capra habra sobre “Horizontes Perdidos” en The Dick Cavett Show (21 de enero de 1972)




Elvis Presley: Amazing Grace