BLOGS DE JOAQUÍN JOSÉ FERNÁNDEZ DOMÍNGUEZ

Una mirada personal al universo de la música, el cine, los libros, el arte y la cultura en general.


Interquerencias:

La música, el cine, el libro, el arte tienden de manera natural el uno al otro. Yo tiendo de manera natural hacia ellos o, ¿quién sabe?, quizá sean ellos los que tienden hacia mí. Dedico mi blog en especial a todos los "interquerentes" que por el mundo son.

Marilyn Monroe lee "Ulysses" de James Joyce

James Dean escoge un disco para escuchar

La calle Concepción de Huelva con una cartelera de la película "Lanza Rota" de Edward Dmytryk, circa 1955

Welcome to my World [ Canción de Jim Reeves]

Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron. Mi pueblo, levantado sobre la llanura..., como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida.

[Juan Rulfo. Pedro Páramo]

En el lenguaje el hombre existe en su hoy, se vive; se siente vivo en su pasado, hacia atrás, se retrovive; y, más aún, se juega su carta hacia el futuro, aspira a perdurar; se sobrevive.

[Pedro Salinas. Defensa del Lenguaje]

Desperté ya entrada la noche. Abajo, Gertrud cantaba una canción popular, la luz de la lámpara estaba encendida. Una lámina transparente con el portal de Belén y la adoración de los pastores brillaba tenuamente sobre la alta cómoda. En la mesa blanca plegable, entre los demás regalos de mi hermano, estaba el cinematógrafo con su chimenea curvada, su lente circundada por el latón delicadamente trabajado y su soporte para los rollos de película. Tomé una decisión rápida, desperté a mi hermano y le propuse un trato. Le ofrecí mis cien soldados de plomo a cambio del cinematógrafo. Como Dag tenía un gran ejército y siempre estaba enzarzado en asuntos bélicos con sus amigos, llegamos a un acuerdo satisfactorio para los dos. El cinematógrafo era mío.

[Ingmar Bergman. Linterna Mágica: Memorias]

Larry (suspira): Oye, quedamos en que si yo iba la semana que viene a la ópera de Wagner tú verías todo el partido de hockey sin rechistar.
Carol: Sí, cariño, ya lo sé. Te lo prometí.
Larry: Yo ya me he comprado los tapones.
Carol: Sí. Pues con la vista que tienes dudo que veas el disco.

[Woody Allen. Misterioso Asesinato en Manhattan. Diálogo entre Woody Allen y Diane Keaton]

Ethan: What you saw wasn't Lucy.
Brad: But it was, I tell you!
Ethan: What you saw was a buck wearin' Lucy's dress. I found Lucy back in the canyon. Wrapped her in my coat, buried her with my own hands. I thought it best to keep it from ya.
Brad: Did they...? Was she...?
Ethan: What do you want me to do? Draw you a picture? Spell it out? Don't ever ask me! As long as you live, don't ever ask me more.

[John Ford. Centauros del desierto. Diálogo entre John Wayne y Harry Carey Jr]

Lady sings the blues
She tells her side
Nothing to hide
Now the world will know
Just what the blues is all about

[Billie Holiday. Lady Sings the Blues]

Si la vida fuese justa, Elvis estaría vivo y todos sus imitadores estarían muertos.

[Johnny Carson]


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martes, 2 de noviembre de 2010

RECUERDOS Y VIVENCIAS DE MIGUEL HERNÁNDEZ




PENA --- bienhallada

Ojinegra la oliva en tu mirada,
boquitierna la tórtola en tu risa,
en tu amor pechiabierta la granada,
barbioscura en tu frente nieve y brisa.

Rostriazul el clavel sobre tu vena,
malherido el jazmín desde tu planta,
cejijunta en tu cara la azucena,
dulciamarga la voz en tu garganta.

Boquitierna, ojinegra, pechiabierta,
rostriazul, barbioscura, malherida,
cejijunta te quiero y dulceamarga.

Semiciego por ti llego a tu puerta,
boquiabierta la llaga de mi vida,
y agriendulzo la pena que la embarga.


Durante una cierta época, de la que atesoro una galería de valiosos recuerdos, mi padre solía recibir mensualmente por correo un catálogo procedente de la Librería Fontana de Barcelona, cuyo fondo bibliográfico se nutría básicamente de libros descatalogados y ejemplares procedentes de restos de edición. Al recorrer las páginas del pequeño catálogo, solía encontrar siempre libros, de muy variado género, que despertaban mi interés, razón por la cual prácticamente todos los meses me unía al amplio pedido que mi padre realizaba en compañía de varios compañeros de trabajo. En una de esas ocasiones, contando yo dieciséis años, pedí el libro de Miguel Hernández “Perito en lunas. Poemas de adolescencia. Otros poemas”, publicado por la Editorial Losada de Buenos Aires dentro de su colección “Biblioteca clásica y contemporánea”. Era la argentina sin duda una editorial mítica, a través de la cual habían llegado, muchas veces clandestinamente, a manos de los lectores españoles las obras de una amplia nómina de autores prohibidos y proscritos durante la larga dictadura franquista. En ese momento, Miguel Hernández era para mí una figura de trazo difuso, cuyo nombre simplemente me sonaba por la escuela, y del que no había leído prácticamente nada. Reconozco que, mientras hojeaba el catálogo de Fontana, quedé encandilado por el título “Perito en lunas”: ¡qué curiosa y original fusión aquella, la de la expertía técnica y frío pragmatismo del perito con el arrebato poético y romántica ensoñación de la luna! Me resultaba simplemente maravilloso que alguien pudiese tener un “peritaje en lunas”. Precisamente de ese libro he extraído el poema con el que he iniciado esta entrada. En concreto, se trata de un soneto (elección métrica que responde a la gran admiración del poeta alicantino por los clásicos de nuestra literatura, como Garcilaso o Góngora, pilares fundamentales de su vasta y sorprendente formación poética y cultural autodidacta) incluido en la obra “Otros poemas” del período 1933-34. Es éste un poema de juventud que sin duda dejó huella en el todavía incipiente imaginario literario del lector joven de poesía que yo era por aquel entonces. En mi opinión, el pictórico e imaginativo poema compendia en sus catorce versos tres pilares fundamentales de la lírica hernandiana: la plenitud vital que emana directamente de la naturaleza, la fuerza creadora primordial del deseo amoroso y la honda y solidaria percepción del sufrimiento humano, aspecto este último que he oído de boca del dramaturgo Antonio Buero Vallejo, compañero de cárcel de Miguel Hernández, al trazar su personal semblanza del poeta. Desde la ya lejana fecha en que me adentré en las primeras lecturas de su obra poética he llegado, pasando por enriquecedoras estaciones intermedias (como la apasionante lectura y el detallado análisis de su sobrecogedor “Cancionero y romancero de ausencias” en mi último año de instituto o la recurrente revisitación de “La savia sin otoño”, magnífica antología poética a cargo de Leopoldo de Luis, profundo estudioso de la obra hernandiana), a mis más recientes encuentros con el autor de Orihuela: las repetidas audiciones de “Hijo de la luz y de la sombra”, el nuevo disco de poemas cancionados por Joan Manuel Serrat, estupenda continuación de su ya mítico “Miguel Hernández” de 1972; el disfrute del magnífico programa de la serie Documentos de RNE “Miguel Hernández: el verso que no cesa”, con guión del gran experto en poesía de la cadena Javier Lostalé y valiosos documentos sonoros extraídos de la enorme fonoteca de la emisora (el propio Miguel Hernández recitando uno de sus poemas); y, por último, la emocionante lectura a mi hija, justo antes del sueño, de poemas como “El niño yuntero” o “Las desiertas abarcas”, a través de los cuales se adentró por unos instantes en la pobre y dura existencia de niños mucho menos afortunados que ella, hecha arte por la lírica humana, “demasiado humana” (en nietzscheana cuantificación) de Miguel Hernández:

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

[El niño yuntero]


Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.

Y encontraba los días
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.

Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.

[Las desiertas abarcas]


En literatura, en cine, en música me gustan los creadores e intérpretes “con raíces” (etiqueta simple y en no pocas ocasiones manida que, sin embargo, para mí evoca una auténtica declaración de principios artísticos cuya justa perfilación excedería con mucho los límites de una entrada de blog), los que, lleguen a donde lleguen y pasen por donde pasen para llegar a donde lleguen, siempre tienen muy presente el lugar del que partieron inicialmente, el cual les sirve de brújula en su peregrinar creativo. Es por todo esto por lo que me gusta Miguel Hernández, pues, como afirmó Claude Couffon en su libro de 1967 “Orihuela y Miguel Hernández”: “Miguel Hernández es casi el único poeta que ha sacado una gran lección de sus raíces, que ha recibido de su infancia y de su tierra la savia necesaria para alimentar su obra”.

Jarcha: Andaluces de Jaén



Víctor Jara: El niño yuntero



Joan Manuel Serrat: Las desiertas abarcas



Enrique Morente: Elegía a Ramón Sijé



Joan Manuel Serrat y Miguel Ríos: Para la libertad




viernes, 15 de octubre de 2010

MANUEL ALEXANDRE, UN ACTOR ESPAÑOL



Benítez (Manuel Alexandre): ¡Oye!
Galindo (José Luis López Vázquez): ¿Qué?
Benítez: ¿Podrías darme uno de quinientas como anticipo?
Galindo: Como anticipo ¿de qué?
Benítez: Del atraco.
Galindo: Pero, ¿tú te crees que en un atraco se dan anticipos?
Benítez: Chico, yo es el primero que hago y no sé la costumbre.
Galindo: ¡Vete a tu sitio!
Benítez: Oye, que me hace mucha falta.
Galindo: ¡Siéntate y calla la boca!. ¡Aficionados! ¡que sois todos unos aficionados!

[Diálogo de la película "Atraco a las tres" (José María Forqué. 1962)]


Mañana de día festivo. Madrugar porque uno quiere. Percatarse de la tímida belleza del sol recién llegado. Disfrutar del acendrado ritual del desayuno. Me gusta la compañía matinal de la radio, cuando aún se calientan motores para el resto de la jornada. Informan de que hace poco más de una hora ha fallecido en Madrid a la edad de 92 años el actor Manuel Alexandre. De inmediato, un verdadero torbellino de imágenes inolvidables se desencadena en mi memoria cinéfila. El entrañable tonto del pueblo al que, mientras duerme en un vagón de tren abandonado, se le aparece un genial San Dimas/Pepe Isbert, ataviado con vestimenta digna de Cabalgata de Reyes de barrio, y se convierte así en protagonista involuntario de un milagro de marketing en “Los jueves, milagro” (Luis García Berlanga. 1957). El desdichado y desvalido reo condenado a muerte que, mientras es conducido al garrote vil, ve cómo a su verdugo (un espléndido Nino Manfredi, grande de la cinematografía europea), desplomado física y emocionalmente, lo tienen que arrastrar entre varias personas hasta su infame puesto de trabajo en “El verdugo” (Luis García Berlanga. 1963). El gris empleado de banca de una España gris, pobre diablo fanfarrón, sin un duro pero con efluvios de grandeza, obsesionado por encontrar hembra, que se ofrece patéticamente a la primera mujer con la que se cruza en la calle y que trata de ligar, rozando literalmente el acoso, con la inolvidable Gracita Morales, mientras sus compañeros de sucursal bancaria se afanan en trazar el plan del estrambótico golpe que preparan en “Atraco a las tres” (José María Forqué. 1962). El hilarante y esperpéntico hermano amnésico de la novia (una entrañable Laly Soldevilla), portador de una pizarrilla colgada al cuello en la que lleva escrita su dirección, por si acaso, en la simpar comedia negra-castiza-pop “Vivan los Novios” (Luis García Berlanga. 1969).

Siento que Manuel Alexandre brilla con luz propia en mi particular universo cinematográfico. Intelectual cultivado en la selecta compañía de escritores, actores y artistas en largas tardes de tertulia (cuando este término tenía un significado de verdad) en el madrileño Café Gijón (todavía recuerdo su fácil verbo, exquisita dicción y riqueza léxica, a pesar de la enorme emoción que en ese momento lo embargaba, durante su alocución al serle concedido el Premio Goya de Honor en 2003). Compañero de sus compañeros (en palabras de ellos, lo que de verdad vale), progresista, comprometido (poderosísima su imagen de patriarca octogenario, plena de autoridad moral, durante las protestas de artistas e intelectuales contra la Guerra de Irak, también en el año 2003). Y, sobre todo, primerísimo y principalísimo actor en innumerables papeles secundarios (más de 300 películas lo contemplan); me niego a llamarle “actor secundario”: normalmente, con mucho menos tiempo de exposición en pantalla que otros actores, su maestría interpretativa dejaba, no obstante, una huella indeleble en la retina del espectador. La mera presencia, por efímera que fuese, de Manuel Alexandre en una película solía disparar exponencialmente mi apreciación de la misma.

En materia de cine, como en tantos otros ámbitos vitales, tengo por norma conceder un mínimo valor a las categorizaciones, especialmente cuando éstas atienden a criterios de nacionalidad u origen. Me explico: etiquetas del estilo “nuevo cine estadounidense” (la cual leía no ha mucho en una reputada revista sobre el séptimo arte) tienen para mí poco significado más allá de la obvia ubicación espacio-temporal del cine en cuestión como realizado en Estados unidos en el presente. Sin embargo, a la hora de titular esta entrada, no dudé ni un instante de que la etiqueta “actor español” era la que más se ajustaba a la esencia actoral de Manuel Alexandre. Él es un actor español, al igual que Pepe Isbert, José Luis Ozores, José Luis López Vázquez o Alfredo Landa. Y no es ésta, ni mucho menos, una etiqueta vacía. Un actor español es un actor con una sólida formación teatral, forjado sobre las tablas de la escena antes de entrar en el radio de influencia de las cámaras y los focos. Un actor español es el hombre de la calle, cercano, creíble, entrañable tanto en sus virtudes como en sus defectos, en los que se ve reflejado con nitidez el propio espectador. Un actor español es poseedor de una voz característica, peculiar, inconfundible, verdadero instrumento que puede ser modulado, al antojo de su dueño, siempre al servicio de su vis cómica. Un actor español tiene un don especial para hacer reír y llorar, para divertir y emocionar a partes iguales al espectador (escucho en la radio al actor Álvaro de Luna, compañero y amigo de Manuel, al que acompañaba al Café Gijón en los últimos tiempos, decir que el joven Manuel Alexandre soñaba con interpretar grandes tragedias en el teatro y acabó triunfando con pequeñas comedias en el cine). Un actor español está dotado de una actoría que le emana de dentro, de su propia persona. Por esta razón, sus personajes resultan auténticos, naturales, engrandecen una escena por insignificante que ésta pudiese parecer, sin necesidad de recurso a métodos o técnicas prefabricados ni a estereotipados artificios interpretativos externos. El director José Luis Cuerda no ha podido resumir hoy con más claridad lo que he venido aquí exponiendo: “Manuel Alexandre era de esa raza de actores españoles de toda la vida que han hecho un gran cine”.

Efectivamente, Manuel Alexandre, actor español, ha cerrado hoy día 12 de octubre, Día de la Fiesta Nacional (¡qué irónica coincidencia!), la puerta a una época para mí memorable del cine español. Tan sólo queda que, esperemos que dentro de largo tiempo, Alfredo Landa eche definitivamente la llave. Con Manuel Alexandre se va un cine español gestado en condiciones a veces muy complicadas, con escasos medios económicos, en un entorno político-social dominado por la falta de libertad individual y colectiva, pero al fin y al cabo, y esto es lo que cuenta, un cine humano, tremendamente humano, de indudable calidad artística y evidente valor universal. Este pasado verano escuchaba una larga y reposada entrevista de Juan Cruz a Elvira Lindo. En ella, la escritora, gaditana de nacimiento y madrileña de adopción, le explicaba al periodista canario que durante su período de residencia en Nueva York solía poner en casa a sus amistades estadounidenses "El verdugo". Todos ellos sin excepción quedaban sobrecogidos e impactados por la contundencia del alegato en contra de la pena capital concebido hace ya la friolera de 47 años por el gran cineasta valenciano.

Esta tarde tengo una cita con Manuel Alexandre a las tres. No sé si le he entendido bien, pero parece que quiere dar un atraco.

Encabezando la entrada, de arriba hacia abajo, fotograma de la boda de "Vivan los novios", con grandes actores españoles: José María Prada, José Luis López Vázquez, Laly Soldevilla y Manuel Alexandre (pizarrilla informativa incluida, ¡que no se quitó ni para la boda de su hermana!); foto de artistas e intelectuales habituales del Café Gijón, con un jovencísimo Manuel Alexandre en el centro de la fila superior.


Escenas con Manuel Alexandre como fanfarrón empleado de banca en "Atraco a las tres"



Escenas finales, con Manuel Alexandre como reo a punto de ser ejecutado, de "El Verdugo"



Escenas de "Los jueves, milagro", incluyendo la magistral del milagro, con Manuel Alexandre


sábado, 9 de octubre de 2010

JOHN LENNON: VIENDO RUEDAS QUE EMPIEZAN DE NUEVO A GIRAR





En las tardes de los sábados acostumbro a aderezar los momentos de descanso con la escucha de varios programas de Radio 3 –justa vencedora, aunque sin los debidos honores, de mil y una batallas. Justo en la sobremesa, mientras la tormenta nos obsequia con otro de sus poderosos arreones, llego sobre la campana al último tramo de “La Madeja”: firmemente decididos a no remar a contracorriente en día tan señalado, han optado por tejer su programa en torno al recuerdo de John Lennon. Por lo visto, he tenido suerte, puesto que para los momentos finales de la emisión han quedado dos canciones de su carrera en solitario que me gustan en especial: “(Just Like) Starting Over” y “Watching The Wheels”. Ambas formaban parte del álbum de 1980 “Double Fantasy”, último publicado en vida del ex-beatle. Fue precisamente sobre un ejemplar de este disco sobre el que le estampó Lennon su firma a Mark David Chapman la tarde del fatídico 8 de diciembre de 1980. Acierto a oír los dos temas prácticamente en un plácido duermevela. Quizá debido a la clarividencia que caracteriza el tránsito, de la mano del sueño, desde la consciencia hasta los insondables arcanos de lo irracional, creo entenderlo todo bien, demasiado bien. La música popular (llámesela como se quiera -pop, rock, blues, soul, country-, da lo mismo) es como la montaña de Sísifo: unos antes y otros después, los artistas que pueblan el teatro de nuestros sueños van abriendo con sus canciones nuevas rutas de ascenso hacia la preciada cima, para, como le sucede al personaje eternamente condenado por los dioses en el mito, acabar retornando siempre a la base de la montaña arrastrados por la caída de la obstinada piedra, y desde allí empezar de nuevo, como dice el título de la canción de Lennon (“Starting Over”). Creo sinceramente que ésta es la verdadera esencia del músico popular: tratar de alcanzar la cumbre pertrechado con el bagaje y la experiencia de los que ya lo intentaron antes y ahora descansan merecidamente en el confortable lecho de la montaña. En la voz del Lennon de “Starting Over” y “Watching The Wheels”, a pesar de que el sueño empieza a someterme, puedo reconocer con nitidez la de Elvis Presley, la de Buddy Holly, la de Fats Domino, la de Sam Cooke, la de Jackie Wilson, la de John Fogerty, la de Bob Dylan, la de Neil Young: reviviendo la canción de Lennon en mi fantasía onírica (“I'm just sitting here watching the wheels go round and round”), sentado sobre la gran piedra mítica, los veo a todos como si fuesen grandes ruedas rodando pesadamente ladera arriba de la montaña, iniciando cada uno su giro justo en el punto donde acaba el de su predecesor, para en atemporal y acompasada procesión musical, volver a caer y terminar por ingresar en la comunidad cada vez más numerosa que mora en las primeras estribaciones del inalcanzable promontorio y que instruirá pacientemente al neófito en la arriesgada ascensión al Olimpo musical.

John Lennon: (Just Like) Starting Over



John Lennon: Watching The Wheels

domingo, 3 de octubre de 2010

ARTHUR PENN Y TONY CURTIS: HOLLYWOOD DEL ETERNO RETORNO



Por aquel entonces la carrera de Brando iba a la deriva. El actor se dedicaba a vivir la vida aceptando papeles que le diesen mucho dinero y que le supusiesen poco esfuerzo. Ya ningún productor le quería porque se había convertido en un egomaníaco nada rentable. “La jauría humana” sería su primera película destacable en mucho tiempo. En aquellos momentos Redford era sólo un principiante con un par de películas no demasiado brillantes, pero sabía muy bien lo que quería, y rechazó el papel de sheriff porque no veía que encajase en él, aunque se interesó mucho en un rol secundario en el que creía podía resultar mejor. De este modo es como dejó el protagonismo en manos de Brando. Sorprendente actitud contraria a todo divismo. Otra joven que también iba a dar mucho que hablar obtuvo el papel protagonista femenino: Jane Fonda. Por aquel entonces era conocida como la díscola hija de Henry Fonda. “La jauría humana” era una película atrevida y la actriz se encontraba como pez en el agua. Éste sería su primer encuentro con Robert Redford, con el que tan sólo un año después compartiría cartel en “Descalzos por el parque”, ya como protagonistas absolutos. Angie Dickinson era por aquel entonces una bella actriz de piernas esculturales que no acababa de despegar. En “La jauría humana” nos da una de sus mejores interpretaciones, si no la mejor. El resto del variado y excelente reparto nos trae a la veterana y espléndida Miriam Hopkins en el papel de madre de Jane Fonda. “La jauría humana” sería su último papel destacable. Menos veterana y mucho menos carismática es Martha Hyer, a la que también vemos en uno de sus últimos papeles destacados.

Pese a haber sido un fracaso en su época, “La jauría humana” ha ido ganando con el paso del tiempo y actualmente es considerada como uno de los títulos más destacados de los sesenta. La novedosa manera de filmar de Arthur Penn hizo que la película se adelantara a su tiempo y fuese un tanto incomprendida. Hoy en día ocupa el puesto que siempre mereció.

[Guillermo Balmori. Columbia ‘60s]


Me visitó Tony Curtis. Quería actuar en “Spartacus”. Pensaba que sería una gran película y además así se liberaría de un compromiso que tenía con Universal. No creí que hubiese ningún papel para él ni que Tony fuese apto para ese tipo de película. Después de “The Vikings”, había intervenido en “The Defiant Ones”, interpretando a un fugitivo de una cadena de presidiarios, esposado a Sidney Poitier. Luego dos comedietas: “Operation Petticoat” (“Operación Pacífico”) y “Some Like It Hot” (“Con faldas y a lo loco”), disfrazado de mujer. Pero Tony insistió. Creamos un papel para él, el de un joven poético llamado Antoninus, que llega a ser como un hijo para Espartaco. Finalmente los romanos nos obligan a luchar a muerte. El sobreviviente será crucificado. Ninguno de los dos quiere que el otro sufra esa agonía, de modo que tratamos de matarnos mutuamente. Yo mato a Tony. Lo consideramos justicia salomónica: él me había matado en “The Vikings”.

[Kirk Douglas. El hijo del trapero. Autobiografía]


Arthur Penn, cineasta-artista, renovador del lenguaje fílmico en los sesenta, cronista de la brutalidad y la violencia que anidan en la sociedad a los dos lados de la ley, y Tony Curtis, actor de los de antes, versátil, irradiador de optimismo y ganas de vivir, profundamente serio en su intransferible falta de seriedad, han iniciado esta semana que hoy termina el eterno retorno, el del Hollywood que se fue para acabar volviendo siempre hasta nosotros.


Escena final de “Bonnie and Clyde” (Arthur Penn. 1967): sobrecogedora belleza estética- glorioso uso del color- en la descarnada violencia cinematográfica.



Escena de “El estrangulador de Boston” (Richard Fleischer. 1968): el lado oscuro de los felices sesenta estadounidenses: el funeral de John F. Kennedy, el asesino múltiple en familia, el instinto destructor latente en el hombre de la calle.


jueves, 30 de septiembre de 2010

VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 6 y último




Capítulo 6. Nina Simone: Brown Eyed Handsome Man / The Blues Brothers: Do You Love Me / Otis Redding: Remember Me

Aquí en la playa no tengo acceso a internet y suelo evitar, en la medida de lo posible, los programas informativos de la radio; el televisor es un mero soporte para ver el cine, los documentales y conciertos que me he traído en DVD. Pero hoy me he decidido a bajar a comprar un periódico. Una noticia capta rápidamente mi atención. Ayer día 28 de agosto, 47 años después y en el mismo escenario (el Lincoln Memorial de Washington) donde Martin Luther King pronunciase su célebre “I have a dream” durante la histórica Marcha sobre Washington, Glenn Beck, agitador mediático y azote de Obama, autoerigido en el “líder espiritual” del movimiento ultraconservador Tea Party, se dirige a sus acólitos movilizados en masa al grito de guerra de “restituir el honor” patrio. Desde el promontorio ataráxico en el que me refugio ante este tipo de situaciones, alcanzo no obstante a solidarizarme en cierta medida con todo aquel que se sienta indignado por las inevitables comparaciones entre ambos eventos que empiezan a aflorar (Beck llegó incluso a reclamar para su movimiento el espíritu del de Martin Luther King ante una muchedumbre en la que la presencia de la comunidad afroamericana era puramente anecdótica). Pero no hay de qué preocuparse. Por mi actividad académica, en buena parte dedicada al contraste entre lenguas, soy plenamente consciente de que sólo puede compararse lo que es comparable, es decir, lo que presenta al menos un mínimo nexo de unión, base imprescindible para el posterior establecimiento de contrastes. Evidentemente, no es éste el caso, puesto que no existe ni un solo átomo en común entre Martin Luther King y Glenn Beck, ni entre el Movimiento por los Derechos Civiles y el Tea Party. Ni que decir tiene que tampoco lo habrá entre la perdurabilidad de los dos actos: 47 años después King y su Marcha sobre Washington siguen indeleblemente grabados en la memoria de buena parte de la población mundial. ¿Quién se acordará de Beck y sus huestes dentro de 47 años, o de 47 meses, o de 47 semanas quizá?. Escuchando en Canal Sur Radio una emisión en diferido del programa “La música de Tom” retorna de nuevo hasta mí la épica lucha por los derechos ciudadanos de la población negra estadounidense. Tom Martín Benítez nos brinda una espléndida selección musical de Nina Simone y de otras vocalistas cuyas órbitas se entrecruzan en una misma constelación musical, como es el caso de la excelsa Sarah Vaughan. Nina Simone puso su enorme talento musical al servicio de la lucha por la igualdad de las razas en su país. No en vano, el activista de los Panteras Negras Stokely Carmichael llegó a referirse a ella como “la verdadera cantante del movimiento”. Para la posteridad ha quedado, por ejemplo, su vehemente alegato antirracista “Mississippi Goddam” (“Alabama’s gotten me so upset” / “Alabama me ha puesto tan triste”), compuesto tras los asesinatos de cuatro niñas negras en una iglesia baptista en Birmingham (Alabama) y del luchador por los derechos civiles Medgar Evers en Mississippi, todos perpetrados por el Ku Klux Klan en 1963. Acabado el programa, el cuerpo me pide coger el CD del sello Universal “Classic Simone” y escuchar la juguetona y vitalista versión que Nina hizo del clásico de Chuck Berry “Brown Eyed Handsome Man”. Nina transforma el tema de Berry en un delicioso caleidoscopio de jazz, blues, gospel y soul que envuelve cálidamente una letra muy arriesgada para 1956, el año en que fue escrita, un festivo alegato en favor de las relaciones interraciales a cargo del Berry cronista sagaz y sarcástico, al tiempo que cariñoso y tierno, de la convulsa época que le tocó vivir. La versión de Nina Simone apareció originalmente incluida en su disco de 1967 “High Priestess of Soul” (“Suma Sacerdotisa del Soul”). Recuerdo haber leído en algún sitio que Nina Simone puede ser considerada como una cantante de soul más por la intensidad que imprimía a sus interpretaciones que porque se mantuviese dentro de los márgenes estilísticos de dicho género. El soul, música caliente, sudorosa donde las haya, siempre me ha parecido un estilo musical cuya audición resulta especialmente apropiada y recomendable durante la estación estival. Tal es así, que durante los días siguientes realizo dos nuevos escarceos por los territorios del soul. Este verano estoy viendo mucho cine italiano de los 60 y 70. Disfruto especialmente de la revisión de un filme que me parece magnífico: “Las manos sobre la ciudad” (“Le mani sulla citta”. Francesco Rosi. 1963). La película, producida en los últimos estertores del neorrealismo y de un altísimo valor documental, representa una efectiva denuncia contra la corrupción de la política municipal y la especulación inmobiliaria en el Nápoles de principios de la década de los sesenta (temas que tristemente siguen de rabiosa actualidad en estos tiempos). El papel protagonista de Eduardo Nottola, el constructor sin escrúpulos, recayó en el gran actor norteamericano Rod Steiger, en una de sus frecuentes y fructíferas incursiones en el cine europeo. A pesar de lo serio y profundo del tema de la película, no puedo evitar traer a mi mente las imágenes de unas pruebas de pantalla de mediados de los 70, para el célebre programa de humor “Saturday Night Live”, en las que John Belushi hacía una estupenda e hilarante imitación de Rod Steiger. Debo reconocer que fue precisamente en un cine de verano de la playa en la que me encuentro donde quedé cautivado por la fuerza del soul cuando vi por primera vez (se había estrenado ese mismo invierno) “Granujas a todo Ritmo” (“The Blues Brothers”. John Landis. 1980). Allí dio inicio también mi entrañable relación músico-sentimental con la figura de John Belushi. Siempre que pienso en él, experimento una sensación cruzada de alegría y tristeza. Quizá sea normal, ya que Belushi es otro exponente más del sueño y la pesadilla americanos: de origen muy humilde, hijo de un inmigrante albanés y de una albanesa-americana, John libó de las mieles del triunfo que en televisión, música y cine le reportó su incuestionable talento, para acabar, sin embargo, siendo protagonista a la edad de 33 años de una triste muerte de hotel provocada por sus excesos con la droga (recuerdo en este momento otra trágica muerte, de motel en este caso, dentro del propio universo del soul, la de Sam Cooke). No poseo ningún gusto macabro en especial por la muerte de personajes famosos, pero sí soy gran devoto de la intrahistoria del cine y de la música, y las circunstancias que rodearon la muerte de John Belushi nos conducen irremediablemente al mundo del celuloide. Belushi falleció el 5 de marzo de 1982 en el bungalow nº 3 del Chateau Marmont, un conocido hotel de Sunset Boulevard, en Los Ángeles. Además de la estrechísima relación del área con el séptimo arte, el propio hotel había sido y seguía siendo un lugar muy frecuentado por las estrellas del celuloide. Sin ir más lejos, la misma noche de su muerte, Belushi recibió en su bungalow la visita de los actores Robin Williams y Robert de Niro. La mera mención del nombre “Sunset Boulevard”, en el contexto de la muerte de un personaje ligado al cine, abre inmediatamente en la mente de cualquier cinéfilo un inmenso ventanal hacia la larga avenida con la que da comienzo la impactante escena inicial de la película que, con el mismo nombre que el elegante barrio angelino, dirigió Billy Wilder en 1950 (“El crepúsculo de los dioses” en español). Avenida a lo largo de la cual llegamos, en compañía de la policía y la prensa, a una lujosa mansión en cuya piscina flota boca abajo el cadáver de un guionista de medio pelo brillantemente interpretado por William Holden. Poco antes de morir, John Belushi grabó un cameo para la comedia televisiva del momento “Police Squad!”: se trataba de una escena en la que aparecía muerto, flotando boca abajo en una piscina. ¿Alguien da más?. Siento la necesidad de despedirme momentáneamente de John Belushi con una nota positiva, por lo que busco un recopilatorio de éxitos de los Blues Brothers y escucho la gloriosa versión que hiciesen en directo del magnífico tema “Do you love me”. Reconfortado, me digo para mis adentros: esto sí que es el “sueño americano”, Belushi, hijo de albaneses, clavando un éxito negro de la Motown de Berry Gordy. Mi último gran encuentro con el soul del verano se produce de la manera más insospechada. Durante esta última semana, he conseguido ver en su totalidad “El laberinto español”, una interesantísima serie de programas sobre la historia de España desde la Guerra Civil hasta la Transición que el escritor y periodista Jorge Martínez Reverte dirigió y presentó no hace mucho en la 2 de TVE. Cada programa consta de un documental y un debate (¡qué goce, dados los tiempos radiotelevisivos que corren, poder escuchar a varias personas sentadas en torno a una mesa para hablar sobre algo de lo que sí saben!). El programa dedicado a la compleja situación sociopolítica de Navarra durante el proceso de redacción de la Constitución de 1978 se ilustra con el documental “Sanfermines 78”, dirigido por Juan Gautier y José Ángel Jiménez. En él se rememoran, con los valiosos testimonios de testigos de primera mano, los trágicos incidentes acaecidos el 8 de julio de 1978 en Pamplona, en plenas Fiestas de San Fermín. Los incidentes, que se iniciaron dentro de la propia plaza de toros al final de un festejo taurino de feria, se extendieron a otras zonas de la ciudad y desembocaron en la muerte del joven militante de izquierda Germán Rodríguez a manos de la policía. La exhaustividad y seriedad del trabajo documental, junto con una acertada propuesta narrativa que combina imágenes actuales con las de 1978, hace que el espectador parezca estar viviendo en primera persona los lamentables sucesos. He leído y oído muchas veces que, durante la Transición, España pasó por momentos muy difíciles. De la verdadera magnitud de las dificultades se cobra plena conciencia con documentales como al que aquí me estoy refiriendo. Siempre he pensado que la memoria sentimental- los sentimientos y emociones que en nosotros han quedado como producto del roce cotidiano con nuestros semejantes en el pasado- es probablemente la más nítida e indeleble de las memorias del ser humano. Tocado ya en la fibra sensible por los emocionantes testimonios que “Sanfermines 78” ofrece de los que conocieron y trataron a Germán Rodríguez, me veo desbordado ya del todo cuando suena, como banda sonora de las imágenes de los pamplonicas en fiestas que cierran el documental, la bellísima y conmovedora canción de Otis Redding “Remember Me”. En la voz intensa, desgarrada, atemporal, cósmica del artista de Georgia, la canción se transmuta en un verdadero himno universal a la memoria, al recuerdo sosegado, emocionado y retroalimentador de los que vivirán mientras perduren en nuestro interior los momentos, felices o tristes, que con ellos pudimos compartir: "Remember me / don't you forget me, child / we are all only here / just for a little while" ("Recuérdame / no me olvides, hijo / todos estamos aquí / tan solo por poco tiempo").

[Aprovecho este momento para dedicar el vivificante tema de Otis Redding a todos los que generosamente hayáis compartido a través del blog mi memoria musical del estío, que aquí toca a su fin.]

Nina Simone: Brown Eyed Handsome Man



The Blues Brothers: Do You Love Me



Otis Redding: Remember Me



jueves, 23 de septiembre de 2010

VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 5







Capítulo 5. Kitty, Daisy & Lewis: Goin' Up The Country / Imelda May: Johnny Got A Boom Boom

Este verano tengo la inevitable sensación de que hay un concepto que parece tozudamente empeñado en describir interminables círculos concéntricos a mi alrededor: el “vintage”. Creo que si seguimos por este camino, tiene visos de acabar convirtiéndose en una de las grandes categorías “estético-culturales” de este nuevo milenio por el que aún damos, no sin ciertas dosis de inseguridad, nuestros primeros pasos. Escucho la radio, veo la televisión, navego por internet, leo los periódicos, recorro alguna tienda y, por acá o por allá, aparece siempre la ubicua palabrita: “vintage”. A través de la ventana del autobús alcanzo a ver una valla publicitaria con un enorme anuncio de ginebra Beefeater en el que domina una iconografía pop de motivos londinenses; en la esquina inferior izquierda, una modelo con estética a medio camino entre rockera tatuada y pin-up de los 50 me devuelve una sugerente mirada mientras sostiene entre sus manos un transistor radiofónico de época. Ya de vuelta en casa, enciendo precisamente la radio y los contertulios de un programa de sobremesa aplican todas sus virtudes opinadoras a la celebración en Madrid de la Pasarela Cibeles (por lo visto, la moda es otro de nuestros grandes “referentes culturales” en la actualidad); una contertulia avezada en los misterios insondables del mundo de la moda nos da cuenta de que en los diseños exhibidos en la Pasarela se está haciendo patente un dominio de las tendencias vintage, lo que puedo constatar gracias a un periódico gratuito que me he traído del autobús y cuya lectura simultaneo con la audición de la tertulia para sobrellevar el sopor que ésta empieza a provocarme en la calurosa tarde estival: una noticia de la susodicha Pasarela viene ilustrada con una foto a lo chica de calendario estadounidense de los 50 de la top model española Arantxa Santamaría. Unos días más tarde, me doy una vuelta por el Media Markt a la caza de alguna oferta interesante en DVDs. Nada más y nada menos que en una cabecera de novedades me topo con un flamante DVD con una actuación por todo lo alto en el Crazy Horse parisino de Dita Von Teese. Sin duda, al éxito de este singular personaje – un potente compuesto de modelo fetichista, glamurosa stripper y magnificente artista del “burlesque” – ha contribuido, además de su innegable magnetismo físico, su estudiada pose mercadotécnica de starlette del Hollywood clásico combinada con una estética abiertamente vintage a lo Bettie Page, la icónica pin-up de la década de los 50 americana. Al día siguiente, en un programa radiofónico escucho una entrevista a la cantante Vinila Von Bismark (ingenioso el juego de palabras con el nombre, cargado de efluvios imperiales alemanes, de un personaje capital de la mejor época del kitsch marbellí de los 80), que se ha unido al trío rockabilly madrileño The Lucky Dados para grabar el disco “The Secret Carnival” (se me viene rápido a la memoria en este momento un film de terror de serie B de culto “Carnival Of Souls” (“El carnaval de las almas”. Herk Harvey. 1962)). Con un notable desparpajo, Vinila nos regala, a modo de auténtica declaración de principios artística, un curioso totum revolutum donde se entremezclan el vintage, el burlesque, el striptease e, incluso, las acrobacias circenses. Me ha quedado claro: la sombra del vintage es alargada. Tras visionar algunos videos de Vinila Von Bismark & The Lucky Dados (me gusta especialmente el de la canción “Where’s My Sugar?”) reconozco en ellos dos rasgos fundamentales de su muy peculiar proyecto artístico: por un lado, un centro de gravitación musical en el rockabilly desde donde se desplazan con naturalidad a géneros musicales diversos, como el swing, el calipso o la música de cabaret; por otro, una decidida apuesta por una estilizada estética vintage, cuidada al milímetro. Son precisamente éstas dos características que también he encontrado en dos propuestas de corte similar a la de Vinila Von Bismark & The Lucky Dados – una inglesa y otra irlandesa – que apuntan inequívocamente a otro resurgir de entre sus cenizas del ave fénix del rockabilly. Me estoy refiriendo respectivamente al trío de hermanos londinenses Kitty, Daisy & Lewis y a la dublinesa Imelda May. En el videoclip de “Goin’ Up the Country”, excelente versión a cargo de Kitty, Daisy & Lewis del clásico de Canned Heat, todo es calculadamente vintage: mientras oímos a los tres hermanos cantar a una Arcadia campestre donde incluso pueden llegar a obrarse milagros con reminiscencias del episodio bíblico de las Bodas de Caná (“Me voy al campo / me voy a donde el agua sabe a vino”), vemos primero a los cantantes en un precioso blanco y negro, en el que Lewis, con su guitarra acústica y su indumentaria, parece encarnar al Elvis desharrapado de 1955; posteriormente, se hace en el video un color añejo, de celuloide, incluso con sus manchas y defectos, para mostrarnos al trío en unos campos idílicos que producen en mi imaginación un auténtico cortocircuito de referencias cinematográficas y literarias estadounidenses: el inquietante y amenazador campo abierto de “La noche de los muertos vivientes” (“Night Of The Living Dead”. George A. Romero. 1968), las fértiles praderas del inmenso rancho ganadero tejano del personaje interpretado por Rock Hudson en “Gigante” (“Giant”. George Stevens. 1956), y la entrañable casa construida en el árbol a la que se encaraman para vivir Dolly Talbo, su asistenta Catherine y su sobrino Collin en la deliciosa novela de Truman Capote “El arpa de Hierba” (“The Grass Harp”. 1951) y Kitty hace lo propio para cantar en el video. Por su parte, el video de Imelda May “Johnny Got A Boom Boom” (con un calculado guiño en el título al sonido ancestral del famoso blues de John Lee Hooker) nos adentra de nuevo en territorios ya explorados: rockabilly básico, primordial, aderezado con gotas de swing, soul y jazz en la voz de una cantante de belleza céltica, irlandesa que, no obstante, quintaesencia el vintage en su poderosa y cautivadora imagen: santísima trinidad de la pin-up cincuentera Bettie Page (a la que antes nos referimos), la explosiva rockera pionera Wanda Jackson y la bellísima estrella del Hollywood clásico Gene Tierney. El rockabilly de Imelda May suena maravilloso, en toda su atemporalidad y universalidad, con el telón de fondo de las calles de Dublín, que tan entrañables recuerdos avivan en mi memoria. El término inglés “vintage” aúna dos componentes esenciales de significado: la antigüedad y la calidad, lo bueno por su maduración en el tiempo, como un vino de reserva. Creo que, como demuestran los músicos de los que aquí me he venido ocupando, es ésta una receta inmejorable para sonar tremendamente actuales.

Kitty, Daisy & Lewis: Goin' Up The Country



Imelda May: Johnny Got A Boom Boom



Vinila Von Bismark & The Lucky Dados: Where's My Sugar?



Wanda Jackson: Slippin' And Slidin'



Photo Book de Dita Von Teese con el fondo de una remezcla del clásico "Diamonds Are A Girl's Best Friend"












martes, 21 de septiembre de 2010

VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 4




Capítulo 4. Silvio y Luzbel: Rockin’ Tonight

Estoy convencido, “Live in America” de Paco de Lucía y su sexteto va camino de convertirse en el disco de mi verano. No ha finalizado todavía el mes de julio y creo haberlo escuchado ya cinco o seis veces. Es un CD de 1993 que recoge, con una calidad de sonido espectacular (vibro junto con las propias cuerdas de la guitarra en la telúrica rondeña “Mi niño Curro”), grabaciones en directo en Boston, Nueva York y Oakland (de costa a costa, como en el baloncesto) de Paco de Lucía acompañado por su brillante sexteto. Perfecta integración de esencia flamenca, espíritu jazzístico y percusión latina que, por obra de la alquimia creadora e interpretativa del guitarrista algecireño, produce una aleación sonora de muchísimos quilates. En el interesante libro de Josep Ramón Jove “Vidas de jazz”, Carles Benavent, bajista del sexteto, formado en el jazz y sus músicas aledañas, define con claridad la clave del éxito de su colaboración con Paco de Lucía: “Veníamos de géneros diferentes, pero la expresión era la misma”. Ya entrado agosto, como casi todas las tardes, me siento en el balcón, con la solemnidad del que participa en un acendrado ritual, a contemplar la desaparición de un precioso sol rojizo por entre la verde bóveda de los pinos en la distancia. En ese momento, rasga la atmósfera cero del bochornoso atardecer el estridente sonido de la megafonía ambulante de un vehículo: “Paco de Lucía en concierto el 19 de agosto”. Tras lamentarme porque ese día ya no estaré aquí, reflexiono momentáneamente sobre lo mucho que ha cambiado esta playa desde la primera vez que la pisé, treinta años atrás (“veinte años no es nada”, cantaba Gardel, pero me temo que treinta sí empieza a ser algo). Justo donde el genial intérprete flamenco, estrella con brillo propio a nivel mundial, dará en cuestión de días su concierto ante unas dos mil personas, algo inconcebible no tanto tiempo atrás, hace ya algunos años hizo un bolo veraniego, ante un número reducido de incondicionales, el ya legendario rockero Silvio, verdadero “explorador del abismo” (los vila-matasianos como yo me entenderán). Silvio me abre al completo la espita del recuerdo: aquel verano en que oía sin parar sus ritmos auténticos y febriles y sus impagables letras impresionistas-surrealistas (“Mateo, el niño filipino / los porritos humeando / en la Legión encontraré la solución / sólo ya me queda propio tatuar”); aquel verano de aquel curso en la Facultad en que Silvio nos encandiló con su “Fantasía occidental” y se convirtió en nuestra alma máter musical. Acuden a mí en este momento mágico los versos del poema “En la tarde” de Kavafis: “Un eco de mis días de indulgencia, un eco de aquellos días vuelve a mí, algo del fuego de la joven vida que compartimos”. Hasta aquí llego, no puedo permitir que Silvio, cantante alegre, festivo, pleno de energía vital, me ponga melancólico. Me lanzo a tomar el antídoto: la explosiva versión (con fantásticas pinceladas del inglés torrebabeliano del rockero sevillano incluidas) que Silvio y Luzbel grabaron en 1980 (aunque sin el “good”) de “Good Rockin’ Tonight”, el clásico del rhythm and blues compuesto en 1947 por Roy Brown. Escuchando a Silvio y Luzbel parece que hubieran estado en Sun Records, allá por septiembre de 1954, cuando Sam Phillips aleccionaba a Elvis Presley para que, dejando intacto el blues, se concentrase especialmente sobre el ritmo en su interpretación del tema de Brown. Por cierto, recuerdo todavía lo que en la televisión contestó Silvio a un periodista que le preguntó sobre lo que había hecho el día que murió Elvis: “Me puse mi chupa de cuero y me tomé una botella de anís. Como murió en agosto, no veas qué calor con la chupa". Roy Brown, Elvis, Silvio: “la expresión era la misma”.


Silvio y Luzbel: Rockin' Tonight



Silvio y Luzbel: Tri Tri Tristeza



Elvis Presley: Good Rockin' Tonight



Paco de Lucía: Mi niño Curro




lunes, 20 de septiembre de 2010

VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 3



Capítulo 3. Miguel Ríos: Memorias de la carretera

Comienza un videoclip en televisión que consigue atraer mi atención. Una galería de intérpretes del panorama musical hispano (Pereza, McClan, Juanes, Rosendo, Amaral) hacen piña en torno a Miguel Ríos, con el que interpretan un rock and roll bastante ortodoxo, entonando al unísono el melódico estribillo “bye bye, Ríos, goodbye”. Además del evidente sabor a despedida, capto también en el ambiente los efluvios de un sentido homenaje colectivo. Unos días después, en un programa radiofónico veraniego (de esos en los que a falta de otro tipo de contenidos, los culturales parecen convertirse en tabla de salvación), escucho una entrevista con el propio Miguel Ríos. Explica que, tras 50 años de carrera, se retira de la música (“Mike se quiere jubilar” se oía en la canción-homenaje), que siente que ya no tiene las enormes dosis de fuerza que el rock requiere. Se despedirá de su público con una minigira de tres conciertos; para uno de ellos “volverá a Granada” una vez más. Creo que Miguel Ríos debe considerarse un privilegiado: que un rockero pueda tener un retiro feliz, cuidadosamente planificado, a los 66 años no ha sido precisamente la norma entre los músicos de su generación, donde se hizo bastante habitual la jubilación anticipadísima por muerte prematura (léase el interesante libro sobre el tema “Cadáveres bien parecidos” de Jordi Sierra i Fabra y Jordi Bianciotto). Estoy contigo, Miguel, “dejarlo a tiempo es una gran victoria”, como dice la letra de “Bye Bye, Ríos”, sobre todo cuando parece que afortunadamente se ha cumplido aquello que cantabas por 1979, que “los viejos rockeros nunca mueren”. Me acuerdo entonces que, entre mis CDs, me he traído uno de Miguel de 2008, “Solo o en compañía de otros”, jerga criminalista para un disco que podíamos tildar de rarezas: versiones, colaboraciones, etc. El disco se abre con un tema por el que siento debilidad y que cobra en este momento plena actualidad: “Memorias de la carretera”. Es un rock magnífico con letra del propio Miguel y música de Carlos Raya, gran guitarrista y productor musical (de Fito y Fitipaldis en esta última época). La canción combina un rock ampuloso, plateresco, diríase que cuasi-sinfónico con otro más directo, espontáneo, clásico, en un maridaje que creo define en gran parte el estilo de Miguel Ríos y que encontró su máxima expresión en los gloriosos tiempos del “Rock and Ríos”. Es una preciosa canción del recuerdo y de la carretera, donde un Miguel Ríos que parecía iniciar la despedida mira con lucidez hacia atrás: “Llegar a la meta o morder la cuneta. Estrellas fugaces. Flores de desguace. Todo por la gloria que da el escenario. Todo por la patria de vivir sin horario. Tener por bandera una banda rockera y un buen botiquín para la ronquera. Brindar por los sueños de mi alma viajera, y cantar mis memorias de la carretera”. Miguel, que ha vivido la mayor parte de su existencia “en la carretera, aparcado en un blues” y que conoció en primera persona las “carreteras secundarias” del tardofranquismo, bellamente evocadas en la entrañable road movie de Emilio Martínez-Lázaro, nos regala un verdadero himno al estado natural del rockero: el kerouaciano “on the road”. Está claro que para el rockero de verdad se cumple al milímetro la máxima taoísta de que la meta es el camino.

Miguel Ríos: Memorias de la carretera



Miguel Ríos: Bye, Bye, Ríos



Miguel Ríos hace una versión en español de "Route 66" en su programa para TVE "¡Qué noche la de aquel año!"



VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 2




Capítulo 2. Sandro y Los de Fuego: Música de rock and roll / Moris: Zapatos de gamuza azul

Ya en la playa, con el recuerdo todavía caliente de la perfecta fusión del rock vasco de Fito y el argentino de Calamaro, aproximo mis pasos, cuando comienza a caer otra tórrida noche, hacia el lugar donde bastantes años atrás presencié un auténtico tumulto a las puertas de un restaurante. Al preguntar sobre lo que allí acontecía, recuerdo que una voz anónima dijo a mis espaldas: “Es que los Tequila están comiendo ahí dentro”. Venía a dar un concierto en la localidad el famoso grupo hispano-argentino, sostén del rock and roll más auténtico en verdaderos años de fuego para el género en España. Hacía poco había estado viendo en DVD varias canciones del concierto “En vivo mucho mejor”, ofrecido en 2001 en Galapagar (Madrid) por Ariel Rot, alma mater de Tequila, junto con el también argentino Alejo Stivel. Aunque con las lógicas variantes, pude comprobar con agrado que Ariel sigue fiel a la música que ha hecho de él lo que es y que su guitarra sigue igual de afilada. Durante el año, acudo fielmente a una cita semanal con él los jueves en el programa de la SER “La Ventana”. Él y Jaime Urrutia, el otrora líder de “Gabinete Caligari”, comentan y ofrecen a los oyentes una canción seleccionada especialmente para la ocasión por ellos. La elección de Ariel Rot suele encantarme casi siempre, así como sus muy personales apreciaciones y opiniones sobre la misma. Fue precisamente en una de estas ocasiones cuando trabé conocimento sobre Sandro, ídolo de masas en su momento en América Latina. Con motivo de su fallecimiento en enero de este mismo año, Ariel ofreció en el programa un tema suyo y aprovechó para destacar su genialidad y la devoción que, junto con muchos argentinos, sentía por él. Personaje difícil de encuadrar: fundador del rock argentino, estrella del pop, baladista romántico, actor cinematográfico, etc. Incluso recuerdo cómo Ariel llega a referirse a él como el “Elvis” argentino. Cuando llego a casa, escucho la enorme versión en castellano que junto con su grupo de entonces, “Los de Fuego”, hizo en 1965 – su época de pionero del rock argentino – del “Rock and Roll Music” de Chuck Berry, versioneado también con éxito en su momento por los Beatles: “Te invitaré a bailar el rock and roll nena, bailaremos como gustes, en el lugar que tú prefieras, al estilo que tú quieras”. Emocionado por los acordes de la canción de Sandro, no abandono la senda de los pioneros y, fetichista yo, me calzo los “Zapatos de gamuza azul” del maestro Carl Perkins pasados por el tamiz de Moris, otro genial rockero argentino al que tuvimos el honor de acoger en España a partir del año 1975 y que tanto contribuyó al desarrollo en nuestro país de un rock and roll de calidad cantado en español: ahí quedó para la posteridad su versioneadísimo himno rock “Sábado a la noche”, que aparecía encuadrado junto con “Zapatos de gamuza azul” en su LP de 1978 “Fiebre de vivir”. Creo que pocas veces ha sonado tan fresco y natural en español el rock and roll de verdad.

Sandro y Los de Fuego interpretan "Música de rock and roll"



Moris canta "Zapatos de gamuza azul"



Ariel Rot interpreta "Lo siento Frank" en el programa de la 2 "No disparen al pianista"



VUELTA A LAS RAÍCES (Una memoria musical del estío por entregas). Capítulo 1




“Todo un día de ocio te aguardaba: el mar en las primeras horas, de azul transparente aún frío tras la madrugada; la alameda a mediodía, pasada de luz su penumbra amiga; las callejas al atardecer, deambulando hasta sentarte en algún cafetín del puerto. Ocio maravilloso, gracias al cual pudiste vivir tu tiempo, el momento entonces presente, entero y sin remordimientos.

El recuerdo de unos días placenteros, de una experiencia afortunada en nuestro existir, puede cristalizar en torno a un objeto trivial que, al convertirse indirectamente en símbolo de aquel recuerdo, adquiere valor mágico. Y sin embargo, oh paradoja, bien que puedas evocar y ver dentro de ti la imagen de aquellos carritos del helado, no puedes en cambio recordar ni tararear dentro de ti el airecillo que sonaba, la musiquilla aquella, ahora inasequible, aunque idealmente siga sonando silenciosa y enigmática en tu recuerdo”.

[Luis Cernuda. “Ocnos”]


Durante el verano suele acompañarme casi siempre una poderosa e inevitable sensación de vuelta a las raíces: el ansiado reencuentro con la playa y el mar, con los mágicos escenarios de los veranos atemporales de la niñez, así como los valiosos momentos de ocio disfrutados en la compañía de gente a quien tengo que conformarme tan sólo con apreciar en la distancia el resto del año, fortalecen las raíces que me atan a la tierra y surten a mi cuerpo y alma de los nutrientes vitales necesarios para poder ser y estar. En lo relativo a mi afición musical, parece ocurrirme algo curiosamente parecido: por muy extensa que sea la agenda de audiciones pendiente de los meses anteriores que me llevo a cuestas, el estío parece empeñarse tozudamente en devolverme a la génesis de mi pequeño universo sonoro, a melodías y ritmos primigenios, fundacionales, que en buena medida configuran la estructura de mi ADN musical. Permitidme que comparta con vosotros en mi blog, al modo de la novela por entregas decimonónica, las pequeñas memorias – como diría Saramago – de un verano, que han cristalizado en torno a un puñado de canciones que siguen sonando en mi recuerdo – como diría Cernuda.

Capítulo 1. Fito y Fitipaldis y Andrés Calamaro: Quiero ser una estrella

Sábado por la noche, inminente ya la llegada del período vacacional (me encanta la formulación burocrática de las anheladas vacaciones de verano), me recuesto cansado en el sofá y recorro fugazmente los canales de televisión. En uno dedicado por entero a la música española, encuentro ya empezado un documental sobre la grabación de “Antes de que cuente diez”, el último disco de Fito y Fitipaldis, una de las bandas del panorama rockero español actual que más me gustan. A la manera de los Stones del “Exile On Main Street”, han marchado al sur de Francia, a la preciosa región de Las Landas, para completar parte del proceso de grabación de su disco en los Estudios Du Manoir, emplazados en un enorme y antiguo caserón rodeado de un frondoso bosque, cerca de la costa atlántica. Según se desprende de las imágenes del documental, la reclusión en un paraje natural con verdadero encanto le ha sentado mucho mejor a la dinámica interpersonal del grupo de Fito de lo que lo hizo en su momento a la banda de Jagger y Richards. La bucólica armonía del entorno se apodera de Fito, quien, a la manera del Cosimo de “El barón rampante” de Italo Calvino, abandona la mansión para encaramarse a la rama de un árbol, mandolina country en ristre, y fundir las notas de su instrumento con los sonidos naturales del bosque. Espoleado por el documental, decido alargar la magia del momento visionando el doble DVD de un concierto de la gira de 2007 “2 son multitud”, en la que Fito y sus músicos compartían escenario con Andrés Calamaro y los suyos. El tándem es magnífico: un rockero que atiende a la letra de sus canciones y un cantautor con querencia rockera. Disfruto especialmente de la versión del tema de Los Rebeldes “Quiero ser una estrella”, una afilada crónica del fulgurante ascenso a la fama y posterior caída de una estrella del rock de uno de mis grupos de cabecera durante los 80. Contemplo con agrado el renacer del espíritu subversivo del rock, algo muy necesario en estos tiempos de anestesia general: en un momento de inspiración, entre la orgía guitarrera que domina el escenario, Calamaro cambia a la “rubia de buen ver” que se ligaban en el original Los Rebeldes por “un travesti que es portada de Interviú”. Rápidamente visualizo con nitidez otro travesti dibujado por el irredento Joaquín Sabina en su canción “Ocupen su localidad” de 1984, cuando era un cantautor rockero fetén: “Hermosos jóvenes nazis bailarán un Rock and Roll con un famoso travesti capitán de la legión” (Atención a la eliminación de la referencia castrense, que se convierte en “matarilerilerón” en la actuación televisiva de Sabina que ofrezco. ¡Cosas de la España de la época!).

Fito y Fitipaldis y Andrés Calamaro interpretan "Quiero ser una estrella" durante su gira "2 son multitud"



Los Rebeldes interpretan "Quiero ser una estrella" en los 80 en el mítico programa de TVE "La Edad de Oro", presentado por Paloma Chamorro



Joaquín Sabina canta "Ocupen su localidad" en los 80 en el innovativo programa "Si yo fuera presidente", presentado por Fernando García Tola


domingo, 19 de septiembre de 2010

GLORIA GRAHAME, THERE'S SOMETHING 'BOUT YOU BABY I LIKE



“Gloria Grahame, californiana, hija de un diseñador industrial y de una actriz inglesa, fue una mujer bellísima, rubia, con una mirada tan viva como velada por los misterios. Se especializó en papeles de chica mala en películas policíacas. Ganó un Oscar por “Cautivos del mal”. Trabajó a las órdenes de algunos de los mejores –Capra, Dmytrick, De Mille, Von Sternberg, Minnelli, Lang, Zinnemann-, pero su carrera se hundió estrepitosamente a fines de los 50. Para el público no es una de las grandes. Puede decirse que hoy es una desconocida.

El lunes vi “En un lugar solitario” en el programa de Garci, y experimenté, con toda nitidez, una sensación que ya había vivido con Gloria Grahame, pero que tenía totalmente olvidada: auténtica turbación, inquietud, desasosiego, nervios. ¿Será por cómo se metía Gloria las manos en los bolsillos de la falda?.”

[Manuel Hidalgo. “El testigo indiscreto”]


“En un lugar solitario” (“In A Lonely Place”. Nicholas Ray. 1950) contiene una de mis grandes escenas-fetiche: Humphrey Bogart y Gloria Grahame sentados hombro con hombro en un acogedor night-club, apoyados sobre la tapa del piano con el que se acompaña la vocalista Hadda Brooks en su interpretación de la maravillosa canción “I Hadn’t Anyone Till You”. Pasión amorosa, complicidad esencial, miradas bellamente esculpidas en un precioso blanco y negro. Delicada luz de lámparas de mesita, cocktails sobre la madera del piano, poderoso erotismo del ritual del tabaco, magistral zoom inverso de Ray. El amor detiene el tiempo y crea su propia realidad, el tú y el yo solos en la compañía de los otros, una atmósfera irrepetible eternizada por el celuloide. Para Bogart estar ante la cámara era ser, para Gloria Grahame era suficiente estar. Gloria, para mí sí eres una de las grandes. Como dice una canción de Status Quo que me gusta, “there’s something ‘bout you baby I like” (“hay algo de ti nena que me gusta”): ¿será que tu enigmática belleza no necesita del 3D para atravesar la pantalla?.


Fragmento de la película "En un lugar solitario" que incluye la escena del piano, con Hadda Brooks interpretando “I Hadn’t Anyone Till You”.



Hadda Brooks: "The Thrill Is Gone"



Status Quo: Something 'Bout You Baby I Like


domingo, 30 de mayo de 2010

JERRY REED: TROVADOR Y JUGLAR DE DIXIE



Los campesinos, los histriones, que habían ido repitiendo desde la caída del Imperio hasta el milenio canciones de signo popular, se habrían reído de quien, como profeta loco y bobo, les hubiese dicho que aquellas melodías suyas eran música verdadera, digna de ser enseñada y aprendida y de figurar transcrita en pergaminos; y que daría lugar a un arte vivo que, de siglo en siglo, arrinconaría cada vez más el canto eclesiástico, para invadir luego la corte, los teatros de las ciudades y finalmente la misma Iglesia.

[Antonio Restori. “Per la storia musicale dei Trovatori provenzali”]

Según su contenido literario, la canción trovadoresca adoptó diversos nombres: las canciones denominadas “objetivas”, de carácter simple y popularizante, en las cuales el poeta pone en escena diversos personajes; entonces hallamos la “pastourelle” y la “reverdie” en las cuales se pone de manifiesto el nuevo interés de los poetas por la naturaleza; canciones de carácter histórico-narrativo y dramático (“chansons de toile”) sobre temas tradicionales. Todas estas canciones se aproximaban al gusto popular, y los trovadores las dejaban con frecuencia en manos de juglares y ministriles, que las ejecutaban y difundían; eran éstos una especie de cantor y de prestidigitador ambulante, con ribetes de saltimbanqui. Parece cierto que estos personajes se acompañaban con un instrumento de cuerda, generalmente la “vielle”.

[Massimo Mila. “Trovadores y troveros”, en “Breve historia de la música”]


Es inútil
callarla.
Es imposible
callarla.
Llora por cosas
lejanas.
Arena del Sur caliente
que pide camelias blancas.

[Federico García Lorca. “La guitarra”, en “Poema del Cante Jondo”]

La primera acepción que el Diccionario de la Real Academia ofrece del término “querencia” es “acción de amar o querer bien”; es precisamente mi amor, lo bien que quiero la magnífica música del cantautor y guitarrista estadounidense Jerry Reed lo que me lleva a dedicarle esta entrada. Aunque ya abandonó el mundo de los mortales un 1 de septiembre de 2008, estoy firmemente convencido de que Jerry Reed habita en su Olimpo particular, en la privilegiada compañía de otros dioses de la música. Jerry Reed nació en 1937 en Atlanta, Georgia, uno de los once estados sureños que, con su secesión del Norte, provocaron el estallido de la Guerra Civil Norteamericana en 1861 (¡qué bella Atlanta incluso entre las llamas de su destrucción!, en las inolvidables imágenes de “Lo que el viento se llevó” (“Gone with the Wind”, 1939). Por lo tanto, Reed es un hijo de Dixie (nombre mítico de los referidos estados) y así lo proclama con orgullo en una conocida canción suya de 1967, “US Male”:

“Nací en una ciudad al sur de Georgia una mañana de domingo. Da la casualidad de que Georgia ocupa un lugar en el Sudeste de los Estados Unidos. Esto es un hecho, amigo, y tú lo sabes bien”.

Tengo a Reed por un auténtico trovador de Dixie, puesto que veo en él la esencia propia de los antiguos trovadores (esos interesantísimos poetas cantautores de la Edad Media que jugaron un papel trascendental en la evolución de la música occidental, y sobre los cuales he incluido dos citas en el encabezamiento de esta entrada): la autoría de una música verdadera, espontánea, de un “arte vivo”, que gusta elegir como temas de sus canciones personajes populares, episodios históricos y narraciones tradicionales, y el profundo amor a la naturaleza. Este rico y colorido espectro temático reluce con especial intensidad en un tema de Reed de 1970 por el que siento especial predilección, “Amos Moses”. La canción, una auténtica amalgama de sonidos del country, rock, funk y música cajún (debida esta última a un grupo étnico de Louisiana, conformado por descendientes de colonos de ascendencia francesa), nos dibuja a un personaje de leyenda popular: un cazador cajún de caimanes con nombre bíblico y un solo brazo que habita en un territorio mágico y mítico del Sur de Estados Unidos, los pantanos:

“Sí, aquí viene Amos. Amos Moses era un cajún que vivía solo en los pantanos y cazaba caimanes para sobrevivir, dándoles en la cabeza con una raíz de árbol. La Ley de Louisiana te cogerá, no está permitido cazar caimanes en los pantanos, muchacho. Pero todos culpaban a su padre de haberlo hecho tan malo como la serpiente: cuando Amos Moses era un niño, su padre lo usaba como cebo para los caimanes, le ataba una cuerda al cuello y lo arrojaba a la ciénaga. El hombre de los caimanes de los pantanos de Louisiana”.

Sin duda, una cruda pero bellísima y evocadora estampa del Dixie norteamericano, de un hombre embrutecido ante un medio natural hostil y un entorno rural empobrecido, la que nos canta y cuenta con maestría el trovador Reed. La peculiar simbiosis del sureño con la naturaleza circundante, de la que esta canción nos brinda un magnífico ejemplo, me lleva directamente a la que Miguel Delibes describe habitualmente en su obra literaria entre una tierra castellana que rezuma grandeza en su misma miseria y sus gentes humildes, pobres, elementales, pero profundamente celosas de su libertad individual. En concreto, su novela de 1962 “Las ratas”, de cuyo intenso lirismo narrativo recuerdo haber disfrutado a todo pulmón, me devuelve a verdaderos trasuntos castellanos de Amos Moses y su padre, en la fábula de Louisiana: el niño Nini y el Ratero, que subsisten en el adusto medio natural castellano de posguerra mediante la caza de ratas:

“Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en consejo. Los tres chopos desmochados de la ribera cubiertos de pajarracos parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo (…) El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas”.

Los pantanos y su verdadero dueño y señor, el caimán, son también un motivo recurrente en la producción de un músico por el que siento gran admiración: Tony Joe White, destacado representante del “swamp rock” (“rock de los pantanos”), variedad musical propia del estado de Louisiana muy influenciada por los ritmos y sonidos étnicos e híbridos de la música cajún. White, que nació y se crió en una plantación algodonera cerca de la pequeña ciudad de Oak Grove (Louisiana), nos aporta estas originales líneas de su tema “Swamp Rap” de 1980:

“Estaba yo una noche en los pantanos, cantándole a la luna, cuando un caimán vino arrastrándose hacia mí y me dijo: “Eh, me gusta tu canción”. Empezó a contonearse y mover tanto su cola que pensé que le iba a dar un ataque, y mis dedos me dolían como mil demonios”.

Al igual que los trovadores medievales nos legaron, a través de su lírica cantada, indelebles frescos del “amor cortés” que cultivaba la clase aristocrática, Reed, nuestro personal trovador de Atlanta, nos regaló en 1968 “A Thing Called Love”, un poderoso himno al amor, que se presenta ante nosotros como una omnipotente fuerza ancestral, un elemento telúrico:

“No puedes verlo con los ojos ni cogerlo con las manos, pero al igual que el viento, recorre nuestra tierra. Con fuerza suficiente para dominar el corazón de cualquier hombre, esta cosa llamada amor. Puede subirte al cielo, para después dejarte caer. Puede poner todo tu mundo del revés. Desde que el tiempo es tiempo, no se ha conocido nada más fuerte que el amor”.

Pero además de trobador, y este segundo rasgo no es menos importante, Jerry Reed era también un destacado juglar. Los juglares eran personajes de orígenes humildes, campesinos en muchos casos; la relación con el mundo popular, rural de Reed, que siempre es presentado como un cantautor country, es sin duda una de sus más claras señas de identidad. Los juglares eran verdaderos artistas del entretenimiento de la Europa medieval, cuya principal función era divertir al pueblo a través de sus interpretaciones musicales; sólo con visionar unas cuantas grabaciones de Reed (como, por ejemplo, las que ofrezco más abajo) se puede detectar con suma facilidad sus consustanciales y contagiosos optimismo y buen humor, así como su inmenso talento natural para entretener al que lo escuchase cantar y narrar sus canciones: si los juglares del Medievo congregaban y ensimismaban al vulgo en las plazas de los pueblos y ciudades, Reed lo hacía en las plazas catódicas y de celuloide de la cultura de masas audiovisual de nuestra época; Reed derramó su peculiar arte por innumerables platós de televisión e incluso intervino como actor, durante la segunda mitad de la década de los 70, en una serie de películas, en su mayor parte comedias de carretera destinadas al entretenimiento, junto a su buen amigo Burt Reynolds: “Gator” (1976), “Smokey and the Bandit” (1977) o “Hot Stuff” (1979), entre otras. La vida ambulante, bohemia, no pocas veces difícil del juglar, que va de un sitio para otro, con su instrumento de cuerda en ristre, para tratar de ganarse el pan con su arte queda reflejada a la perfección en las siguientes líneas de uno de los mayores éxitos de Reed, la canción “Guitar Man” de 1967:

“Con mi guitarra debajo del abrigo, llegué haciendo dedo hasta Memphis, conseguí habitación en la YMCA y durante las tres semanas siguientes deambulé por los nightclubs buscando un sitio donde tocar; creí que mis punteos los volvería locos, pero nadie quería contratar a un guitarrista”.

Para acabar, me gustaría reparar en dos rasgos definitorios del juglar que observo con claridad meridiana en la faceta como intérprete de guitarra de Jerry Reed: la habilidad para manifestaciones artísticas alternativas, cuasi circenses, como la prestidigitación y el acompañamiento del canto mediante un instrumento de cuerda, del tipo de la viela o el laúd. Oir y ver tocar a Jerry Reed es constatar su condición de auténtico prestidigitador de la guitarra (no en vano, en el ambiente musical de su época se le conocía por el apodo artístico de “The Guitar Man” (“El hombre de la guitarra”). Prueba de sus inconmensurables talento y habilidad con las seis cuerdas es el hecho de que el mismo Chet Atkins, figura fundamental de la guitarra del country y pop de Nashville de los 60 y 70, opinase que Reed poseía un dominio superior al suyo en la técnica denominada “fingerpicking”, consistente en tocar la guitarra con los dedos, con una pequeña púa a modo de anillo en el dedo pulgar. Chet Atkins, que producía musicalmente para la RCA a Reed, lo convenció para que emplease su pericia interpretativa en el registro de temas puramente instrumentales, cosa que hizo en repetidas ocasiones, incluso en la compañía del propio Atkins.

Resulta evidente que el “fingerpicking” de Reed era cien por cien estadounidense. El virtuoso pellizcar de sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra evocaba poderosamente el “cotton picking” (recolección del algodón) de los esclavos negros en las inmensas plantaciones sureñas al ritmo de los cantos de trabajo, el “peach picking” (recolección del melocotón) de los paupérrimos recolectores de West Virginia, que pasaban la noche al raso a la orilla del río en la preciosa y lírica escena de la huída fluvial de los dos niños protagonistas de “The Night of the Hunter” (“La noche del cazador”), la entrañable joya cinematográfica dirigida por el actor británico Charles Laughton en 1955, el “gold picking” (extracción del mineral de oro de la roca con un pico) de los osados pioneros de la fiebre amarilla del Oeste americano.

Pero a pesar de todo esto, el Reed guitarrista me suena casi siempre curiosamente cercano, diríase que familiar. El bardo de Atlanta casi siempre aplicaba su “fingerpicking” a una guitarra que podíamos definir como española, una Baldwin de madera y cuerdas de nylon; este hecho y la autenticidad y etnicidad de su música me hacen verlo, salvando lógicamente las naturales distancias, como muy cercano al universo del tocaor flamenco; incluso su frecuente estética de chaqueta con solapas oscuras y camisa blanca sin corbata me refuerza aún más en mis sensaciones. En el libro de 2003 “Paco de Lucía en vivo”, su autor, el periodista algecireño Juan José Téllez, incluye una entrevista al guitarrista universal –y paisano suyo-, en la que Paco de Lucía se embarca momentáneamente en una ilustrativa digresión sobre los cantes o músicas que él llama “puros”; allí estarían, por ejemplo, el flamenco o el blues (y yo añadiría el country): eliminadas las inevitables diferencias geográficas y sociales, las músicas puras presentan unos reconocibles rasgos en común, fruto de su carácter de vehículo musical para la expresión sincera y auténtica del alma propia de un pueblo. Me acuerdo en este momento del concierto que, allá por los 90, unió a B.B. King y a Raimundo Amador en el Auditorio de la Expo 92 en Sevilla (y al que tuve el privilegio de asistir): dos etnias, una sola voz. Así pues, para mí, Jerry Reed, además de trovador y juglar, es también un “flamenco del sur”, eso sí, de los Estados Unidos. Pero nada de esto nos ha de extrañar, ya que, como escribió el poeta norteamericano Ezra Pound en su “Canto VIII”, Guillermo de Poitiers (también conocido como Guillermo IX de Aquitania), primero de los trovadores en lengua provenzal, importó este género lírico-musical, con sus cantantes e instrumentos de cuerda desde España:

“And Poictiers, you know, Guillaume Poictiers,
had brought the song up out of Spain
with the singers and viels"

Jerry Reed canta "US Male"



Jerry Reed canta "Amos Moses" en un barco del Mississippi en 1973



Jerry Reed (¡muy flamenco!) interpreta "A Thing Called Love" en el Show de Johnny Cash en 1969



Jerry Reed interpreta "Guitar Man" junto con Big Jim Sullivan y Tom Jones en This is Tom Jones en la TV británica en 1970



Jerry Reed hace un medley de temas de Chuck Berry: "Promised Land / Johnny B. Goode / School Days / Maybellene / Memphis Tennessee", en The Porter Wagoner Show



Jerry Reed interpreta con Chet Atkins "Muleskinner Blues" en 1992



Jerry Reed interpreta con Chet Atkins una versión instrumental de "Something", canción compuesta por George Harrison para The Beatles



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